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Greta Thunberg en el portal de Belén

Ya nos lo advertía Perogrullo: los tiempos cambian. En realidad Perogrullo, fiel a su sabiduría primaria, nunca nos descubre nada nuevo pues, al fin y al cabo, si algo caracteriza al tiempo es su perpetua mutación. Pero ya se sabe que a veces no viene mal recordar lo evidente. Los tiempos cambian. Antes, por ejemplo, el grito de “¡las mujeres y los niños primero!” trataba de poner orden en el pánico de un naufragio. Hoy, sin embargo, en el naufragio político, ambiental  y social que vivimos, aquella vieja consigna ha pasado a ser enumeración de los enemigos a batir para esos sectores carpetovetónicos que  andan tan crecidos. “¡Las mujeres y los niños primero!”, parece gritar la ultraderecha mientras proyecta sus vómitos contra el feminismo o caen granadas de mano en un centro de menores.

La virulencia de esos ataques resulta chocante pues las mujeres y los niños asumen en el imaginario colectivo algunas purezas atávicas, y si algo fascina a un reaccionario son las purezas atávicas, aunque más las de la patria que las de la matria. En cualquier caso, la mujer entronca con la tierra, con el misterio del origen de la vida. Y los niños encarnan la inocencia, la ingenuidad, la ausencia de malicia. Ambas purezas se han fusionado en los últimos meses en el nombre propio de una niña, el de Greta Thunberg, la nueva Juana de Arco de la alerta climática.

Pero en esta vida hay cosas peores que un enemigo incondicional. Los aduladores interesados, sin ir más lejos, son más peligrosos. Hace unos días un artículo en el diario El País se lamentaba de que Greta Thunberg no hubiera aprovechado su estancia en España para visitar una dehesa de toros de lidia y comprobar así cómo la tauromaquia y filantrópicos ganaderos como los Duques de Alba son la vanguardia en la defensa del Planeta. Puede que incluso el periodista se sintiera tentado a reivindicar una corrida benéfica contra el cambio climático en la Maestranza, aunque el pudor debió pesar más que la ensoñación de ver a la niña Greta con teja y mantilla presidiendo la fiesta. Una lástima, porque seguro que a José Luis Martínez-Almeida, el ecologista alcalde de la capital del reino, la idea le habría parecido una alternativa fantástica al Madrid Central, y hasta Endesa se hubiera ofrecido a patrocinarla.

Es lo que tiene convertirse en símbolo, que lo mismo acaba sirviendo para un roto que para un descosido. Al pobre Jesús lo transformaron en símbolo crucificado y acabó de logotipo del cártel del Vaticano que estos días se encarga de recordarnos sus humildes orígenes, rodeado de pastorcillos, carpinteros, bueyes y mulas. Paradójicamente hoy algunos de quienes se reclaman sus más fervientes seguidores serían incapaces de condenar a Herodes si lanzara una bomba de mano en aquel humilde pesebre. Por eso haríamos bien en olvidarnos un poco de Greta Thunberg: quedarnos con su mensaje y dejar en paz a la inquieta niña. Rescatarla de las garras simbólicas.

Tal vez así descubriríamos el verdadero calado de sus palabras. Palabras, por cierto, que tampoco son nuevas: en España, por ejemplo, se remontan al menos hasta el lejano 4 de febrero de 1888 en que los obreros de las minas de Riotinto se declararon en huelga como protesta por la emisión de gases tóxicos. La represión zanjó su osadía con decenas de muertos. Desde entonces no han sido pocas las voces que han repetido aquel mensaje. Ahora también la de la pequeña Greta. Por desgracia, tampoco han faltado oídos tan interesados en la sordera como los que hemos visto estos días en la Cumbre del Clima. Y es que, al final, los tiempos cambian, pero no tanto como se empeña en afirmar Perogrullo con sus perogrulladas.

José Manuel Rambla
Artículo publicado en ElDiario.es

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