Hannah Arendt, la filósofa del amor
Hannah Arendt (Hannover, 1906 – Nueva York, 1975) no es una pensadora fácil. Su especial sensibilidad para los matices rechaza las soluciones maniqueas. Cuando analiza las negatividades del mundo, no las toma como una instancia de la que quien juzga quedaría exento por completo. De esta forma nos interpela y cuestiona, a menudo incomodándonos. Lo que sucedió con su libro de 1963 Eichmann en Jerusalén sobre el proceso al criminal de guerra nazi, constituye una perfecta ejemplificación de ello: en lugar de satanizar el mal, quiso explicar hasta qué punto ese horror totalitario que había masacrado a su pueblo, que la había obligado a huir de su patria y refugiarse en Estados Unidos, podía convivir con lo más banal y cotidiano. Del mismo modo, cuando apreció tendencias totalitarias en el consumismo y conformismo occidentales de posguerra, no extremó esa crítica ni acabó confundiendo –como hoy se confunde con inquietante frecuencia– la vida democrática con aquella nuda existencia en un Estado totalitario que ella misma había padecido en Alemania.
Probablemente este arte de los matices tiene que ver con la manera tan peculiar en que Arendt supo asumir su condición de paria, de outsider: sin dejar de reconocer la importancia de sus raíces judías, adoptó una perspectiva flexible sobre la propia identidad para abrirse, desde el perdón y la promesa, a un encuentro con el otro de cuño kantiano y proyección cosmopolita. Este acusado rasgo de su pensamiento y su carácter sigue sorprendiendo. Así, cuesta entenderla cuando la vemos en 1950, ya una mujer madura y políticamente comprometida, perdonar a su viejo maestro y amante, Heidegger, incapaz de retractarse jamás de haberse afiliado al partido nazi el mismo año en que ella emprendía el exilio, en 1933.
Hacía falta profundizar en el núcleo teórico y vivencial de esta actitud. Es lo que ha hecho el filósofo y sociólogo Antonio Campillo (Santomera, Murcia, 1956), como sólo puede hacerse desde una intensa familiaridad y profunda empatía con los textos de Arendt. En efecto: tras haberle dedicado algunos estudios destacados en el volumen El lugar del juicio (Biblioteca Nueva, 2009), ahora nos presenta un recorrido cuasi detectivesco por aspectos poco atendidos de su obra, desvelando el misterio.icidad
Como se explica en el arranque del libro, aunque hoy Arendt está reconocida como una gran teórica de la política, sus reflexiones sobre el amor habían seguido siendo minusvaloradas como meros trabajos de juventud, como consideraciones puntuales de menor calado o simples manifestaciones privadas. Aquí se deshace este prejuicio mediante una reconstrucción de todo el decurso de su obra, leída a la luz de esta noción. En ese sentido, Campillo hace algo más que interesarse por la tesis doctoral de Arendt sobre el concepto de amor en San Agustín, por algunas anotaciones dispersas de su Diario filosófico o por esa fragmentaria fenomenología del amor que quedó inconclusa, junto con el proyecto original de un libro que habría llevado por título Amor mundi.
En un texto escrito con claridad y buen pulso literario, muestra que el amor es la fuente de la que mana todo el pensamiento filosófico y político de Arendt. Por más que no comparezca explícitamente en sus obras fundamentales, es la idea que articula vida activa y vida contemplativa. Replegado como pasión a la esfera íntima de lo indecible (porque el amor erótico quema la distancia entre los sujetos y por eso es “sin mundo”, “antipolítico”), late en el fondo de esa amistad cívica que permite a Arendt pensar la política como algo más vinculante que el simple juego estratégico de oposición al adversario.
El pensamiento arendtiano del amor es, así, su pensamiento outsider, aparentemente desalojado sin más de la esfera pública, pero confiriendo sentido a su apuesta por una refundación de la política capaz de responder a las consecuencias indeseadas de la modernidad. Pensadora política, la suya es, sin embargo, una visión eminentemente poética de la existencia, que se nutre del amor al mundo. Esto es lo que Campillo ha sabido iluminar del modo más convincente.
Manuel Barrios Casares
Artículo publicado en El Cultural