Historia íntima de una mujer
A veces, mientras trabaja en la lavandería del hospital, recuerda el campus universitario y los años en los que estudiaba Filología Hispánica. Hubiera sido mejor, piensa, seguir estudiando y no arriesgarse a pasar toda su vida bajo el ruido acosador de las lavadoras y las secadoras. En la ropa que cada día llega, hay restos de sangre, heces, trozos de cordones umbilicales, huellas de muerte. La muerte deja un perfume extraño. Algunos ancianos se duchan, peinan, afeitan y empapan de Varón Dandy para darse un paseo, uno más, pero esta vez por un camino desconocido. Ese olor no lo quitan ni los centrifugados, ni las lejías, ni las temperaturas de 80 grados.
La muerte que ella huele y ve en el hospital no tiene la exclusiva. Las calles del lugar en el que trabaja dan al Estrecho y no es raro convivir con los naufragios de las pateras. Participa en las movilizaciones solidarias que procuran ayudar a los supervivientes. Ahora que hemos sufrido la pandemia y hemos salido a aplaudir a los médicos y a las enfermeras, no tanto a las trabajadoras de la lavandería, sería bueno recordar la hermandad etimológica que hay entre los hospitales y la hospitalidad.
¿Médicos, médicas? ¿Enfermeros, enfermeras? Aplaudamos, pero sepamos también que son pocos los que aplauden a las mujeres que barren, friegan o limpian la ropa de los contagiados. Ella se siente maltratada por la falta de vergüenza de alguna jefa y por el poco respeto de los que pasan a su lado sin saludar. La condena a la inexistencia no borra el miedo y la voluntad con la que muy de mañana toma el autobús para acudir a trabajar. Se necesitan almohadas, sábanas, pijamas y sudarios, que se apilan en las cajas de cartón. Los cadáveres durante la pandemia se enfundan en bolsas de plástico. La muerte pertenece ahora al mismo mundo que la bollería industrial. Pero a ella le gustaría tener por sudario las manos de su madre.
No le resulta fácil entrar en el vestuario para ponerse la ropa de trabajo. Es que le gustan las mujeres y teme que se le note, procura no mirar, darse la vuelta, esconderse. También se esconde cuando le preguntan si tiene novio, mejor no dar allí explicaciones, no decir cosas que le den argumentos a las demás para tratarla de forma diferente. Eso no le impide oír con atención las conversaciones de las compañeras. Las mujeres mayores van pronto a trabajar, vuelven con prisa a la casa porque tienen que arreglarla, hacer la comida, lavar la ropa familiar y cuidar a los nietos.
Todo esto lo cuenta en verso Begoña M. Rueda en el libro Servicio de lavandería (Hiperión, 2021), XXXVI Premio de Poesía Hiperión. Sabe por anticipado que cuando presente el libro se acercarán algunos lectores a preguntarle en qué instituto o en que universidad da clase… y que la mirarán por encima del hombro cuando responda que trabaja en la lavandería de un hospital. Tampoco la miran con buenos ojos algunas compañeras cuando se enteran de que es poeta. ¿Qué se creerá esta?, murmuraron cuando publicó Error 404 ( Visor, 2020).
La verdad es que no lo tiene fácil. Hay muchos también, peros y tampocos en su vida. Se da fuerzas a sí misma presentándose a premios de poesía, ganándolos, pero sobre todo escribiendo poemas con el mismo cuidado que plancha un pijama para el niño enfermo, para el anciano que acaban de ingresar, para el marido de la mujer que llora en el hospital y que casi no escucha la buena voluntad del hijo que murmura “no te preocupes, ya verás cómo se pone bien”. Ella intenta olvidar que ayer lavó las sábanas del enfermo que ahora sacan entre cuatro hombres del tanatorio. Sobre el ataúd corría el viento de levante y repiqueteaba la lluvia.
Luis García Montero
Publicado en Infolibre