Horas de recuerdo: el incendio de Campanar
Los días han pasado. Tempus fugit. La fiesta ha regresado a las calles y plazas. Ha invadido los cielos con sus alardes pirotécnicos. Con todo, no podemos obviar que, tras el aterrador incendio de Campanar, se ha abierto una nueva herida en nuestra conciencia e historia ciudadanas. La del incendio fue cauterizada tras la valerosa intervención de los medios de salvamento y rescate. La de los fallecidos merece un paso más: quizás un memorial, un lugar físico que, año tras año, nos sirva para recordarles con sus nombres y apellidos; para ponerles cara, evocar sus sonrisas, sus afectos y trabajos.
Y, una vez restablecida la salud de los heridos, quedará el esqueleto del edificio, de esas 138 viviendas: el lugar donde la convivencia agrupó a más de 400 personas. El edificio que amparó años de relaciones vecinales y de intimidades familiares. Un conjunto de hogares de los que han desaparecido años y años de recuerdos; no en vano dicen los psicólogos que el cambio de hogar suele ser escenario de duelo, incluso cuando es voluntario y no forzoso, como ahora. Porque ese cajón recién convertido en cenizas era el custodio de las cartas adolescentes. Aquel estante acogía los álbumes de fotos, la historia gráfica de una o más vidas. Aquí estaban los discos duros copiados y ahora desaparecidos tras acumular años de documentos personales. Allá, el traje de novia, el regalo de boda de los abuelos; y, más allá aún, los juegos que ya no podrán despertar nuevas risas infantiles. Esperemos que ese recuerdo calcinado de lo que pudo ser y no fue deje pronto paso a una construcción nueva: no para enterrar el ayer, sino para que ofrezca una merecida segunda oportunidad a quienes fueron ocupantes de la antigua.
Afortunadamente, tampoco se ha cosechado la reacción oficial que observamos en la Generalitat Valenciana cuando el accidente del Metro de València causó, cerca de la estación de Jesús, un total de 43 fallecidos. Aquel suceso se intentó encapsular ante la inminente llegada de Benedicto XVI: algunas de nuestras autoridades no deseaban que nada, -ni siquiera aquella fulminante desgracia que había destrozado tantas vidas y truncado otros tantos sueños-, se interpusiera en la ruta gloriosa del Pontífice, tan detalladamente planificada como corruptamente acechada por algunos de los hipócritas que, por entonces, medraban en el dinero de todos.
Hemos aprendido o así lo parece. Ahora, ha existido unidad institucional, voluntad de compromiso y acción inmediatas, la utilización de recursos importantes como los edificios de Safranar y, a diferencia de lo ocurrido tras el accidente del Metro, una reacción visible y solidaria de los valencianos que se ha correspondido con la tenacidad y esfuerzo de los muchos servidores públicos y voluntarios empeñados en facilitar la vida de los damnificados por el incendio y de quienes, entre éstos, necesitan vivir un duelo más intenso. Comienza el tiempo de vivir en otro lugar, de aprender en éste nuevas y numerosas rutinas, de descubrirle a la vida un nuevo sentido que quizás, hasta ahora, no era perceptible. Comienza el tiempo, para algunos, de una dolorosa y mortificante soledad: no les perdamos de vista y hagamos que, con sus distintas necesidades, unos y otros continúen sintiéndose acompañados.
Publicado en Valencia Plaza