Ibarrola, el artista que se jugó la vida y pintó los árboles
Agustín Ibarrola, fallecido el pasado 17 de noviembre a los 93 años, fue un artista autodidacta de capacidad tan abstracta como telúrica que supo aunar como pocos la tradición con la vanguardia, el arte con la naturaleza (lo que se conoce como ‘land art’) y el ingenio con el compromiso político. Encarcelado durante el franquismo, en democracia tuvo que exiliarse del País Vasco por la amenazas de ETA.
Agustín Ibarrola era un vasco de complexión enclenque, sonrisa franca y pequeña, pelo cano ocultando la nuca, con gafas montunas, luciendo siempre txapela de lana. Era, porque murió a sus 93 años hace unos días. Lo que siempre será es un artista autodidacta de capacidad tan abstracta como telúrica, cuyo legado brota en la corteza de los árboles o en la rugosidad de las piedras, y antes, mucho antes de hacerse escultor, en sábanas tensadas a mano en bastidores artesanales o en volúmenes moldeados en miga de pan. Aunó como pocos la tradición con la tan incomprendida vanguardia, el arte con la naturaleza (lo que se conoce como land art) y el ingenio con el compromiso político.
De familia obrera, condición que jamás olvidó y que ejerció hasta sus últimas consecuencias, realizó su primera exposición individual a los 18 años, coincidiendo con la beca que le concedieron la Diputación de Vizcaya y el Ayuntamiento de Bilbao para estudiar en Madrid, en el taller de Daniel Vázquez, maestro sobresaliente del fresco que anduvo entre el realismo y el cubismo y que ejerció honda influencia en Ibarrola, como su paisano Jorge Oteiza, a quien conoció poco después, y al que le debe su profundización en el espacio y los volúmenes, propios de constructivismo, cuyo eje prometeico es rescatar el arte de las élites y devolverlo al pueblo.
De Madrid se traslada a París, donde funda Equipo 57, junto a José y Ángel Duarte y Juan Serrano. Denuncian la mercantilización del arte y renuevan las artes plásticas. De manera simultánea, se integra en el movimiento artístico Estampa popular, de nítida esencia antifranquista.
Son los años de los Beatles, la Guerra Fría, la de Vietnam, de la cultura de masas, la psicodelia, de Cuba y de Argelia cuando Ibarrola inicia su actividad política. Es detenido en 1962, acusado de ser informante de Radio Pirenaica. Fue condenado por un consejo de guerra a nueve años de cárcel, de los que cumplió cinco. En prisión modela miga de pan mientras pinta con los rudimentarios utensilios que consigue. Una vez en libertad, de nuevo es procesado y condenado por instigar la revuelta obrera en el municipio vizcaíno de Sestao.
En el entretanto, en Londres se organiza una muestra de su obra, en la St. George’s Gallery. La crítica compara su trabajo con Los desastres de la guerra de Goya. Habla en él del proletario, de la injusticia, del mundo rural. Su afiliación al Partido Comunista es más que un carné, una poética.
Dos años después de la muerte de Franco, realiza un titánico homenaje al Guernica de Picasso, que después adquirió el Museo de Bellas Artes de Bilbao, una composición de diez lienzos de 2×10 metros en total. Desplomada la dictadura, su actividad política persevera contra ETA, lo que le obliga a vivir con escolta, lo que le supone leer en su propia casa pintadas amenazantes («Ibarrola español. ETA mátalo»), lo que le fuerza a exiliarse del País Vasco para trasladarse a Ávila.
En los años ochenta, Ibarrola cambia definitivamente el lienzo por la escultura como disciplina para expresarse, y planifica obras de gran formato, al aire libre, interviniendo en los árboles, estableciendo un íntimo diálogo con ellos. Al principio, una línea blanca alrededor de los troncos, un cinturón de pintura. Después llegó el color. Un ojo sobre la corteza. Círculos. Trazos geométricos. Bandas cromáticas.
Son el Bosque de Oma, cerca de Guernica, el Bosque Encantado, a orillas del Tormes, el Bosque de los Tótems, en la Estación de Príncipe Pío de Madrid… puestos por algunos en entredicho por su impacto medioambiental y muchos de ellos vandalizados por la propia banda terrorista, quien lo colocó en centro de su tétrica diana, especialmente cuando firmó en 1977 el Manifiesto de 33 intelectuales vasco contra la violencia (junto a nombres como Chillida, Caro Baroja o Celaya).
La amenaza se intensificó cuando se convirtió en miembro fundador de la plataforma ¡Basta ya! y el Foro de Ermua (cuyo emblema diseñó). También donó algunas de sus obras al entonces incipiente partido Unión, Progreso y Democracia. En 1981 abandonó su militancia en el PCE y escogió la soledad de su modesto caserío.
Lo de menos son los reconocimientos (Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, Medalla de la Orden del Mérito Constitucional, Medalla al Mérito en el Trabajo…) lo de más son su compromiso con la paz social y su obra al aire libre, comunitaria, como Los cubos de la memoria, ubicados en la escollera del puerto de Llanes, en Asturias. Veinte años después de su realización, los colores han perdido su fuerza original por el salitre y la fuerza de las olas. Después del abandono de los distintos gobiernos locales, parece que finalmente en 2024 comenzarán las labores de restauración. Lástima que no pueda verlas, respirar cierto aliento de resurrección. Necesitamos ejemplos como el suyo porque ¿qué sería de este «corral nublado», como llamaba Valle-Inclán a España, sin hombres como Ibarrola?
Esther Peñas
Publicado en Ethic