La década de las pasiones y la sociedad del malestar
Concluye 2019. La pendiente final de una década. Un tiempo que se ha decantado por las pasiones. Lo fueron las maceradas por el Movimiento 15M que, no por casualidad, también se conocía como el movimiento de los Indignados. Lo han sido las que impulsaron a Ciudadanos y VOX, aunque los motivos no siempre coincidieran.
En particular, la orientación del extremismo antidemocrático ha florecido en las democracias más avanzadas del mundo y ha iniciado su deslizamiento hacia territorios de basamentos más frágiles. En los anaqueles de las librerías se acumulan títulos que hablan de ira, desafección, malestar, desmoralización y neofascismo. El liberalismo se ha contaminado de lo que ahora se denomina el iliberalismo. Proliferan los reencuentros con Nietzsche.
De un modo u otro, todo parece conectado con la volcanización de las pasiones. En los tiempos que mayor acumulación de conocimiento se ha logrado, en los que cabría esperar que la razón filtrara las fuerzas que residen en las más primitivas honduras de nuestra mente, la realidad se nos destapa como una febril olla de sentimientos exacerbados, de reacciones enfebrecidas, de simplificaciones castradoras de argumentos sustentados por la mejor evidencia empírica.
De este reinado de las pasiones emanan síntomas de fanatismo, de negacionismo, de dilución de una alteridad civilizada y comprensiva. Una contra-Ilustración en la que germinan aspiraciones de hombres fuertes legitimados por la apariencia de las urnas, aunque sus objetivos se enfrenten a la razón de ser de una auténtica democracia: el escrupuloso respeto a las minorías.
Tal parece como si una parte de la sociedad hubiera despertado de un estado mental alimentado por la creencia de que la flecha del progreso sólo disponía de una dirección posible: la del perpetuo avance de las sociedades democráticas que mantenían un espacio de compromiso y amparo hacia los ciudadanos, con independencia de su origen económico, sexo y geografía.
Esa creencia ha iniciado su disolución, una vez sumergida en la cubeta de los miedos. Miedos concretos, centrados en la detección de aparentes culpables, ya sean internos o externos. Miedos difusos, ante la anunciada emersión de múltiples cambios cuya dirección y profundidad se desconocen, pero que amenazan descomponer los estilos de vida que se daban por garantizados. Miedos ampliados por la desconfianza hacia las instituciones y sus responsables. Miedos que se retroalimentan a medida que la percepción de la realidad confunde la verdad con la insidia de los bulos, la manipulación y la mentira.
Los anteriores miedos han sido combustible liberador para quienes aborrecían, aunque lo ocultasen, las nuevas correcciones políticas: la concepción incluyente del patriotismo que habla el lenguaje de la igualdad en la diversidad y el respeto al distinto, el feminismo, el reconocimiento del cambio climático, la colaboración creciente entre los países, las inclinaciones sexuales al margen de antiguas morales, las obligaciones inherentes a los derechos humanos. De este modo, unos y otros, temerosos y reaccionarios, han afluido hacia el mismo banderín de enganche, ensanchando la fragmentación y división sociales. Elevando muros de intolerancia y rencor que, en el límite, rechazan hasta la mera coexistencia.
Cuando una sociedad que ha erigido un grado de seguridad previsible cede su paso a otra sin anclajes igualmente tangibles, el futuro de muchos proyectos de vida queda cuestionado y ensombrecido por el desasosiego. Que, en estas condiciones, el miedo se transforme en el desprecio de valores convivenciales o en un cinismo identificado con la individualidad excluyente de pasajes solidarios, no son más que pasos intermedios. Pasos hacia el abrazo de aquellos para quienes la democracia no es sinónimo de convivencia desde la discrepancia, sino una función instrumental: la que, mediante el voto, conduce a un poder desde el que imponer el vaciamiento de valores y libertades.
Por ello, más allá de cordones sanitarios concretos, se precisa reconocer que desarmar el temor y la ausencia de expectativas es el objetivo de fondo al que deben aplicarse los demócratas y sus instituciones para detener a los jinetes de la nueva Sociedad del Malestar.
Manuel Lópz Estornell
Artículo publicado en Levante emv