La ética del egoismo
“La justicia social es aberrante”, dice Javier Milei y otros lo aplauden. Hay quienes le ríen la gracia porque significa un ataque al socialismo democrático cuando añade que “es un robo”, y otras como Ayuso porque realmente creen en ese neoliberalismo sin control cuando ya en la campaña de mayo del 2023 declaró que “la justicia social es un invento de la izquierda” que solo sirve para promover “la cultura de la envidia”.
No sé que resulta más grave si que existan mandatarios bravucones y deslenguados capaces de atacar frontalmente la justicia social o que haya votantes, especialmente de clases trabajadoras y desfavorecidas, que aplaudan a rabiar. ¿Nos hemos vuelto todos locos? ¿Cuándo perdimos la cordura, el significado de los conceptos, el valor del ser humano?
En un artículo muy clarificador, el HuffPost señala que el Diccionario del Español Jurídico define la justicia social como “la obligación que tiene el Estado de procurar el equilibrio entre la población a favor de las personas desfavorecidas”. La ONU alienta la necesidad de la justicia social como indispensable para la paz y la seguridad en las naciones.
La justicia social ha sido el motor de creación de la Unión Europea, la redacción de los Derechos Humanos, la consolidación de un Estado Social que proporciona una red de atención y protección basada fundamentalmente en la educación y sanidad universales, y, sin duda, ha sido la garantía de una prosperidad y una seguridad como nunca había vivido la humanidad.
Y, hasta el presente, había un amplio y firme consenso en torno a los puntales básicos de la justicia social. Con más o menos convicciones y presupuesto, pero nadie discute un sistema de pensiones o una sanidad universal, porque cuando se ha sufrido la guerra, el hambre, la destrucción y el exterminio del horror de la primera mitad del siglo XX, resulta impensable cuestionar el “milagro” social que supuso el pacto político-económico de la Europa Social.
Sin embargo, ahora se pone en entredicho la prosperidad económica y social de los países democráticos desarrollados y deja de estar “de moda” la solidaridad como cohesión de las sociedades más justas. Y, de forma maleducada, se proclama el “sálvese quien pueda” como si viviéramos en una jungla sin ningún tipo de empatía con el prójimo.
Porque eso es lo más escandaloso: el hecho de proclamar el egoísmo como un programa político y social.
Sin ningún tipo de rubor, la motosierra funciona. Funciona para recortar derechos y servicios públicos, para empobrecer a la gente, para dejar en la estacada a los más vulnerables, para burlarse de la solidaridad. Se proclama abiertamente que “no hay que pagar impuestos”, y lógicamente lo dicen aquellos que están forrados (a veces con un mínimo esfuerzo) sin importarles lo que al conjunto le suceda. Se proclama abiertamente la educación y la sanidad privadas para quien pueda pagarse su seguro, y no les parece obsceno que alguien muera en la puerta de un hospital por no tener cobertura. Se proclama abiertamente que los “otros” son los culpables de todos los males sin buscar soluciones en la raíz de los problemas.
La ultraderecha gana con mensajes insolidarios como “American First” o cualquier canto patriótico que suponga, no la mejora del país como colectivo o como Estado, sino “mi mejora personal” por encima de cualquier otro.
Se proclama sin vergüenza las divisiones étnicas, religiosas, de género, de clase, y hay una constante burla del “buenismo” como una tontuna de ilusos.
La ultraderecha gana adeptos con dos únicos pilares: atacar la justicia social (¡cuánto sufrirán aquellos votantes a los que les apliquen el jarabe neoliberal!) y el odio al “otro”.
Y, lo que resulta más aberrante es pretender que este egoísmo acérrimo se convierta en una ética del comportamiento social y en un programa político sin que nadie se lleve las manos a la cabeza y se le encoja el corazón.
Pero ¿es solo un problema de partidos políticos? No, es también un cambio cultural y de valores del propio individuo. Se ha perdido la vergüenza individual de decir que “yo soy lo primero”, que un ciudadano anónimo cualquiera que vive de su salario es capaz de defender, incluso a gritos y de forma violenta, que es normal defender lo “mío” y que lo que les ocurra a los otros da igual, que ya ni siquiera se conmueven por los muertos en el mar o en las concertinas. Se exige al Estado ayudas y compensaciones “porque tengo derecho”, pero se reclama no pagar impuestos porque está de moda eludir las responsabilidades.
En la creación de la Unión Europea daría vergüenza no ser solidario ni participar de un proyecto común. Hoy, no hay vergüenza en proclamar abiertamente el egoísmo como la forma natural de convivencia humana, de mirar con desprecio al solidario, y votar a la ultraderecha ya no se hace por frustración y a escondidas, sino que se enarbola como una bandera.
El problema no es solo que exista Milei, Trump, Orban, Le Pen y Vox, el problema es que ya no da vergüenza votarlos, y que, en cualquier reunión, alguien levanta la mano exigiendo respeto para la insolidaridad y el egoísmo alegando que eso “también es democrático”.
Estamos a punto de tirar por la borda de la historia los 50 años más productivos social, políticos, económicos y de justicia que el ser humano ha vivido nunca. Y se hará en nombre del odio, la exclusión, la confrontación y el egoísmo dispuestos todos juntos a convertirse en una nueva ética del siglo XXI.
Como bien advirtió José Ortega y Gasset: “Mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse”.
Ana Noguera