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La política ha olvidado su capacidad de transformación

 

 

Una de las principales preocupaciones de los españoles es la corrupción: los Rato, los Pujol, la Casa Real, los ERE, el caso Lezo con Ignacio González… Parece difícil defender que no es un problema sistémico.

Lo es. Muchas veces lo solemos atribuir al propio carácter español, a la picaresca, la trampa y la mentira… ¿Qué pasaría de aquí a diez años si trasladamos a España las políticas de transparencia vigentes, por ejemplo, en Suecia? Tenemos unos sistemas muy imperfectos, penas completamente infantilizadas y unas deficiencias estructurales que no establecen suficientes sistemas de control, de transparencia y de rendición de cuentas. Mientras no tengamos eso, todo lo demás es un brindis al sol. No creo que en los demás países haya menos corrupción o que nosotros seamos una panda de pecadores de nacimiento. A lo mejor tenemos cierto instinto a la picaresca, no te digo yo que no, pero los países en los que estas cosas funcionan mejor, además de tener un pensamiento más calvinista, se han asegurado de tener unos mecanismos de vigilancia especialmente robustos. En España, todo ha sido muy improvisado y los que tenían que montar la estructura no han tenido mucho interés en ello. La corrupción es hija de todo eso.

La corrupción política y la corrupción empresarial son buenas compañeras de cama.

Se hubieran resuelto los problemas de la corrupción a una velocidad vertiginosa si en vez de haber puesto el foco en los corrompidos se hubiera proyectado con la misma intensidad en los corruptores. Estoy seguro de que, si el sistema de escrutinio feroz que sigue a un político en estas circunstancias se realizara también con la empresa implicada, con los periodistas apostados en la puerta de la sede central y con el consejero delegado perseguido a todas horas por las cámaras, igual que siguen a un concejal y a un imputado, las empresas habrían sacado la bandera blanca a los diez minutos. No hay una sola empresa que soporte quince días la presión que soporta un político. En todo caso, estaremos mareando la perdiz como no hagamos un examen muy severo de todos esos sistemas de control, escrutinio, transparencia y rendición de cuentas. Otro elemento muy importante que termina de redondear la jugada es que el estómago nacional tiene una enorme capacidad para tragar sapos extraordinarios, a partir de una parcialidad enfermiza que hace que la corrupción de ‘mi gente’ me parezca que es una persecución del adversario y la corrupción del otro, una acción de justicia. Esta parcialidad está haciendo difícil avanzar, porque faltan las unanimidades correspondientes y porque, además, nunca se ha jugado con lealtad. Cuando el PSOE era cazado en flagrante pecado en los años del felipismo, el Partido Popular no permitía que se aludiera a casos aislados, sino que el socialismo era igual a corrupción. Se hizo una asociación de ideas que triunfó. Y cuando ahora ha llegado el problema para ellos, no aceptan nunca que se diga lo de «partido político igual a corrupción»; en vez de eso, se refieren al ‘caso Matas’, etc. Cuando la gente se enfada mucho, dicen: «Esto es de todos». Son juegos desleales. Si queremos jugar a la descalificación coral, hagámoslo a todos; si no queremos hacerlo, no lo hagamos a ninguno. Estos elementos son solo zancadillas que hacen más difícil la búsqueda de soluciones concertadas.

¿Qué papel tienen los periodistas y medios de comunicación en este puzle?

Tengo una sensación verdaderamente incómoda cuando pienso, por ejemplo, cómo han podido actuar los Pujol durante tantos años sin que se haya observado nada. Se trataba sin valor periodístico o judicial, igual que todo lo relacionado con el Rey Juan Carlos. Hay un pequeño pecado generacional del periodismo, en los acuerdos –tácitos o no– que se libraron durante la Transición y establecieron unas proximidades realmente peligrosas. El periodismo y la política tienen que mantener una relación clara, pero también una distancia igual de clara, y no la hay, por muchas razones, entre ellas, por la relación que en la Transición tuvo el periodismo con la política, que generó una natural complicidad; también por los repartos de licencias de radios y televisiones, donde se jugaron bazas de intereses añadidos. Esa proximidad excesiva hace que los protagonistas de las conversaciones del caso Lezo, si les preguntas, seguramente te digan que no tiene nada de particular, que forma parte de los usos y costumbres. Yo he procurado siempre mantener mucha distancia con los políticos, no ir a comidas, incluso perdiéndome mucha información. Porque veía que había mucha camaradería, mucho compincheo. Es imposible que los periodistas que cubren la información parlamentaria no tengan relación con los políticos. Los medios de comunicación, por sus particulares características, viven muy imbricados en la vida colectiva y en la vida de la política, pero ahí está el arte de saber colocar la raya en el sitio.

Podemos, en su controvertido ‘trama-bus’, incluía la imagen del presidente del Grupo Prisa, Juan Luis Cebrián.

Ese tipo de juegos son bocinazos. A algunos les parece que está bien y a otros que está mal. No creo que el tema que nos ocupa sea un asunto que se pueda manejar de esta manera, donde personajes que simplemente no te gustan aparecen combinados o demasiado cerca de delincuentes oficiales, gente imputada. Este tipo de amalgama pastosa es muy equivocada. Son bonitos fuegos artificiales, pero no hacen sino enturbiar más las cosas.

La crisis que atraviesa nuestro sistema, y la falta de reacción del ‘establishment’, ha generado nuevos actores en el mapa político. Propuestas que van desde el centro reformista al populismo de extrema derecha o de extrema izquierda.

El desplome de lo establecido es muy evidente que está poniéndose de manifiesto en todos los países, de una u otra manera: en Italia, en Francia, en España… Es un hecho objetivo que en Alemania asoma por la derecha extrema y en Italia por el radicalismo de Peppe Grillo. Eso es la segunda derivada. La primera es que la arquitectura construida se está desmoronando y la herramienta ‘democracia’ está enroñándose. Hay que reactivarla, refrescarla, releerla, modernizarla. Los partidos políticos y los parlamentos tienen que releerse. No sé si los nuevos partidos que están poniendo en evidencia esto son exactamente las recetas perfectas o no, pero son consecuencia de la crisis. Lo veo más como algo coyuntural. No sé si Podemos es un partido para toda la vida, para muchos años, o si alumbrará otras cosas. Por el momento, es el resultado evidente de un manifiesto problema. En Francia ha ganado Macron, pero también son importantes los que no han ganado: la derecha, herencia de gaullismo, y el socialismo, que han constituido la vértebra de todo esto, se han ido a pique. Eso es mucho más llamativo que cualquier otra cosa. Hay una evidencia, que es un problema de cansancio, de agotamiento de la herramienta democrática.

En tu videoblog definiste el movimiento político de centro En Marche!, liderado por Macron, como «el populismo del marketing».

Al igual que el periodismo, la política es un proyecto intelectual, moral, ético, cuya idea inicial se empieza a diluir porque todo resulta iluminado por la demoscopia. Y en lugar de tener una especie de mensaje que transmitir a la sociedad, olfateo por dónde va el gusto de ella y me voy adaptando, como el periodismo a los «me gusta» o a «lo más leído». Es un juego que está produciendo un efecto de banalización absoluto. Esa sustitución del qué quiero contar por el qué hace falta contar, qué gusta y qué se aplaude llega a la frontera de lo doctrinal. Es el caso del PP con el aborto, por ejemplo. A eso me refiero con el «po pulismo del marketing». Macron es el resultado de esa actitud que está presente en todos los partidos, solo que él ha colocado el producto en el sitio. Como cuando en España Adolfo Suárez supo ver que éramos una sociedad con una polarización peligrosísima después de la muerte de Franco, que estábamos asustados, y se presentó como una propuesta salvavidas. La demoscopia lleva la brújula. Es un horror.

Parece sensato que se mezclen componentes socialdemócratas con liberales.

Son los procesos de la confusión. No creo que en esta sociedad tan compleja de la globalización, de puertas y ventanas abiertas, pueda nadie aparecer ahora con una receta que claramente sea la que estabilice los equilibrios. Entiendo esa vacilación, esa búsqueda de la orientación social a través de la demoscopia, pero la entrega a la demoscopia de tus movimientos me parece una locura. Me parece muy grave que la política haya olvidado su capacidad de transformación.

¿Qué opinas de esa distinción que se hace entre populismos buenos y populismos malos?

Es una palabra que se utiliza para lanzar a tus adversarios. Que el presente Gobierno llegue y diga «no voy a cumplir mi programa porque las circunstancias me obligan a hacer otra cosa» también es populismo. En este momento, populismo es prácticamente todo lo que está siendo conducido por la demoscopia. El populismo se ha convertido en un palabro cargado que se dispara en distintas direcciones, y gobernar se ha convertido en el arte de explicar por qué no se puede hacer lo que se ha prometido en campaña electoral. Esto lo hace la derecha y la izquierda. El populismo de Donald Trump se llama fascismo de toda la vida. ¡Qué coño populismo! Lo de Marine Le Pen tampoco es populismo, es la extrema derecha de siempre, vestida con ropajes de actualidad porque, si no, no te dejan entrar en los sitios. El populismo es munición de combate.

Has criticado a Felipe González por su papel en las primarias del PSOE. ¿La crisis del PSOE es la versión española y, por tanto, guerracivilista, de la socialdemocracia?

La crisis de la socialdemocracia, como todo, ha cambiado. Tanto la socialdemocracia como la democracia cristiana construyeron varias cosas en la Segunda Guerra Mundial: el Estado del bienestar, el comunismo, la caída del Muro de Berlín, etcétera. Pero la socialdemocracia está perdida, está teniendo grandes dificultades para poder permanecer fiel a sus parámetros y a sus ideas históricas. El socialismo español está perplejo, desconcertado. Es muy interesante el espectáculo de la movilización de la militancia. Sí que hay una militancia socialista activa, pero yo me quedé sorprendido, no hubiera imaginado tanta participación. Hay un hecho muy determinante como explicación: el día en que el Partido Socialista, con Zapatero en el poder, se ve obligado a aceptar la transformación del artículo 135. Lo considero un ‘día raya’ por una razón: se estaba diciendo «yo no puedo ofrecer algo distinto a lo que tengo obligación de hacer, porque las circunstancias no me lo permiten ». A partir de ese momento, se vino a decir que socialismo no tenía una receta alternativa posible. Lo que le pasa al PSOE no me parece nada extraño, porque le pasa a la socialdemocracia de todo el mundo. Aquí está muy encanallado porque se ha llegado a unas circunstancias de enconamiento personal muy grandes y eso tiene muy difícil arreglo. Ahí es donde yo criticaba a Felipe. Yo decía: habida cuenta de que es imposible que las facciones no se choquen (porque nadie va a ganar 90-10 como para que el 10 se evapore), gane quien gane va a haber una situación de enconamiento entre dos facciones que se consideran antagonistas y traidoras entre ellas. Ante ese tipo de circunstancia, un partido político con muchos años de historia podría tener un armario al que recurrir, con los grandes patriarcas, historiadores, venerables, que pudiera salir a hacer el papel de puenteo, de parachoques. Pero han apostado todos juntos por una de las dos partes y han arruinado esa posibilidad. A mí eso me acojona, porque este partido no tiene mucha pinta de irse a engarzar gane quien gane, y no veo yo quién o quiénes van a poder jugar un cierto papel de hombres buenos.

En los momentos convulsos, los nacionalismos resurgen con fuerza. En España, el independentismo catalán también pretende levantar un muro.

El mundo está viviendo una tensión muy grande, una centrífuga y otra centrípeta. Hay un movimiento globalizador que no se puede detener porque está prácticamente construido por las nuevas tecnologías. Las nuevas realidades operativas están construyendo nuevas realidades convergentes y un instinto defensivo de quienes, temerosos de que esta globalización anule su manera de vivir, se repliegan hacia los nacionalismos. En medio de este lío tenemos Cataluña, una historia con millones de ángulos sobre los que hablar. En primer lugar, el independentismo está dando un dato y la sociedad catalana está dando otro. Nos estamos deteniendo en el primero, pero me llama mucho menos la atención que el segundo: un porcentaje altísimo de la población, independentista y no independentista, te está diciendo que quiere un nuevo modelo de sociedad. Ni un minuto de tiempo se ha dedicado para tratar de desbrozar cuál habría de ser ese encaje de Cataluña en España, renovado por la voluntad mayoritaria de los catalanes, que les permita, sin embargo, formar parte del proyecto colectivo. Solo se ha dedicado al primer capítulo, en el cual yo creo que el independentismo se ha precipitado respecto al momento histórico. No sé cómo va acabar esta historia, pero no será regresando todos mansamente al status quo. El independentismo no podrá prosperar porque la realidad no está suficientemente madura, ni cuantitativa ni cualitativamente. Ha interpretado mal las señales. Con el poder que tenían, podían instalarse en el campamento base en la cota 4, pero no emprender el asalto a la cima. Se lo dije un día a Ibarretxe: yo no sé si un día Cataluña será independiente, pero hoy no reunís la suficiente masa social. Las cosas no pasan siempre en el tiempo histórico en el que uno quiere que pasen. Me decía: «Pues con un 50,1% se puede democráticamente pedir la independencia». No digo que no. El problema es, ¿tú conducirías a tu pueblo a una circunstancia histórica y absolutamente trascendente con la mitad de la sociedad en contra? ¿Aunque te lo permitiera la ley? Con una masa social del 85% estaría hecho, eso no habría Dios que lo parara.

The New York Times ha denunciado el retroceso de la libertad de prensa en España, ¿qué opinas?

No creo que haya un problema de libertad de expresión en España, para nada. El problema viene provocado por la presión fortísima sobre los periódicos y los periodistas a raíz de la crisis económica, que está convirtiendo los medios de comunicación en lugares de contratos basura, y en los que se están sustituyendo las herramientas del periodismo de los enviados especiales y los reporteros por el periodismo de espera ante la pantalla del ordenador… Luego, el elemento de siempre: los poderes han venido librando, y seguirán librando, una pelea atómica a puñetazo limpio entre ellos, en el periodismo también.

Pablo Blázquez
Artículo publicado en Ethic

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