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Por qué la prostitución es un debate abierto en el Feminismo

En el mundo en el que yo quiero vivir, las mujeres no hacen por dinero cosas que no harían gratis. Pero eso se llama trabajo asalariado.

En el mundo en el que yo quiero vivir, las mujeres no son vistas como objetos de consumo para la satisfacción de los deseos de los hombres. Pero eso se llama heteropatriarcado.

En el mundo en el que yo quiero vivir, las mujeres no tienen prácticas sexuales que no les apetecen, pero eso se llama heteronormatividad.

El debate sobre la prostitución es un debate abierto en el feminismo. Lo ha sido siempre. Y lo será durante mucho tiempo. Porque la prostitución, hoy, no es un trabajo, es la representación más explícita de la utilización del cuerpo de las mujeres como un espacio de satisfacción de las necesidades y deseos de los hombres y del sistema. Es la materialización de la explotación de los cuerpos leídos como mujeres, al servicio de quien maneja la pasta. Y es un sistema político que divide a las mujeres en castas, según en qué marco follen: para procrear, por vicio o por oficio. Buenas, putas o zorras.

Pero follar por dinero es tan lícito como follar por amor, o porque te sale del coño, o del moño. Y bastante menos peligroso, a veces.

La prostitución, tal y como la conocemos, se ejerce en un sistema en el que los jueces (y las juezas) y las leyes, consideran que se puede penetrar a una mujer entre cinco hombres, contra su voluntad, once veces en dieciocho minutos, por el ano, la boca y la vagina, y que no se considere violencia. Se ejerce en una sociedad en la que la mitad de los hombres cree que el alcohol es el causante de las violaciones. Se ejerce en un país en el que más de la mitad de las mujeres asesinadas en las dos últimas décadas lo ha sido a manos de su pareja o expareja hombre. Es decir, la prostitución, hoy, se ejerce en una sociedad violenta con las mujeres.

En la cama -o donde sea que a cada cual le apetezca follar- se puede meter de todo: más gente, comida, cámaras, cuerdas, espejos, plumas, dildos, nata, lubricante, purpurina, sobaos pasiegos o medias. Y también pasta. Porque, cuando las prácticas sexuales incluyen una negociación -es decir, siempre que no son una violación-, que forme parte de ella el dinero, no la convierte en una explotación. Como no es explotación pagar porque te cuiden a tus hijos, te laven la ropa, te hagan la comida, te cambien las ruedas del coche, te paseen al perro o le cambien los pañales a tu abuelo. Lo que hace la explotación es el marco. La posición estructural en la que se encuentran las personas implicadas en la transacción. Y en la prostitución actual, las mujeres estamos en una posición de explotación, porque nos pone en ella, a priori, la sociedad patriarcal. Las pobres, más. Las inmigrantes sin documentación regularizada, más. Las racializadas, más. Las transexuales, más. Porque a la posición de explotación por ser mujeres, se les suman las otras formas de opresión que nuestro sistema ha construido y ha hecho posibles.

Y en el marco del capitalismo, demasiadas veces el trabajo asalariado es explotación. Y en el marco del heteropatriarcado demasiadas mujeres son percibidas y tratadas como objetos. Y en el marco de la heterosexualidad, demasiadas prácticas sexuales son violentas con las mujeres. Y de la historia hemos aprendido que no se puede atacar a una sola manifestación de una explotación estructural, sin dinamitar los cimientos sociales que la mantienen en pie. Porque no desaparece, sólo se esconde. Y nos da tranquilidad no verla, pero las explotaciones, cuando se hacen a escondidas de quien no te quiere ver, salen más baratas y agravan el peligro de las explotadas.

La prostitución, tal y como la conocemos, no va de sexo, va de quién tiene la capacidad para explotar comercialmente los cuerpos de las mujeres. Cuando se nos explota de manera ordenada, de una en uno, con la bendición de la iglesia o de las películas de sobremesa, ningún problema. Cuando se nos explota y se nos viola recogiendo fresas, ningún problema. El problema aparece cuando las mujeres tienen que “vender su cuerpo” como si nuestro cuerpo fueran sólo los agujeros que los hombres pueden penetrar, y las demás no estuviéramos vendiendo las manos con las que fregamos, recogemos frutos rojos o tecleamos. El problema aparece cuando los hombres se garantizan sexo con la tarjeta de crédito, y no con el débito conyugal. El problema surge cuando tenemos que reconocer que hay hombres capaces de pagar para que se les olvide que están violando, porque lo siguiente sería admitir que la mayoría -si no pudieran pagar- lo harían gratis.

Por eso, para acabar con la prostitución tal y como la conocemos, hay que acabar con el sistema que considera que a las mujeres se nos puede matar, se nos puede violar, o se nos puede dar dinero para que hagamos lo que no queremos; no con las putas. Para acabar con la prostitución tal y como la conocemos, hay que acabar con el sistema que convence a los hombres de que han venido al mundo a conseguir todo lo que se les ponga en la entrepierna, y que nosotras hemos venido a dárselo o a que nos lo cojan. Hay que acabar con una cultura que cree que sólo la penetración es follar, que los hombres tienen más apetito sexual, que todo lo que se desea se puede pagar; no con las putas.

La prostitución es un debate abierto en el feminismo porque sabemos en qué marcos de explotación patriarcal, capitalista y racista se ejerce, porque sabemos que hay mujeres que viven en situaciones de esclavitud, pero también sabemos que su existencia está propiciada y legitimada por una visión estructural sobre las mujeres, nuestros cuerpos y nuestra sexualidad, y que no podemos pedirles a las putas que desaparezcan porque sus explotaciones explícitas nos incomodan, si no vamos a luchar de manera frontal contra las estructuras que las han puesto ahí.

Porque, si de verdad creéis que todas las mujeres que trabajan en la prostitución están secuestradas y esclavizadas, no me explico que hace un sólo burdel en pie.

Irantzu Varela
Artículo publicado en Vice

 

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