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La soledad

El barrio de Fuensanta de Valencia es un barrio muy conocido. Un barrio obrero que, en algunos puntos, roza la marginalidad. Al límite geográfico de la ciudad que hace frontera con otros municipios cercanos. Lo conozco bien porque allí estuve trabajando en una empresa durante bastantes años; posteriormente, asistí para participar en debates, conferencias, radio, etc porque allí están instaladas las rotativas de dos de los principales periódicos valencianos con sus actividades culturales. Y todavía hoy acudo cada semana a ese barrio porque allí está instalada la Uned de Valencia, donde doy clases cada miércoles.

Un barrio que, además de la gente que acude a trabajar en las empresas, a los periódicos, a estudiar o al hospital que allí se ubica (el Hospital General, uno de los más antiguos de la ciudad), tiene su propia vida, su trama urbana, su actividad diaria.

Por eso, nos hemos quedado impactados con la noticia del descubrimiento del cadáver de Antonio, un hombre que falleció hace 15 años y que nadie había echado de menos.

Al menos, a mí me ha impactado profundamente.

Cada vez más se escuchan noticias, se leen informes y se advierte de la soledad de las grandes ciudades. Pero ¿tanto como para que un hombre no tenga a nadie que le llame una sola vez? ¿Nadie que le felicite el cumpleaños? ¿Nadie que le diga “feliz navidad”?

La soledad ha sido tan extrema que se habla de la discreción de Antonio Famoso (qué ironía ese apellido). Sin embargo, han fallado todos los mecanismos institucionales, las conexiones sociales, las relaciones de vecindad y, lo más sorprendente, la familia.

Toda familia tiene sus propios secretos. Sus fantasmas. Sus recuerdos. Sus desventuras. Sus rencillas y rencores. Lo que haya pasado entre Antonio y sus hijos para que, durante 15 años, no hayan tenido la más mínima comunicación ni siquiera telefónica, solo ellos lo saben. Aún así, resulta impactante pensar que Antonio estuvo enterrado en su casa, rodeado de palomas muerta, insectos y basura.

Sorprendentemente, siguió cobrando su pensión, la comunidad de vecinos recibió el pago correspondiente por impago de recibos, no debía nada, se abonaba la luz y el agua en su cuenta. Y, aunque iba al bar habitualmente, nadie lo echó de menos. Ni conocidos ni amigos.

Seguramente, Antonio había muerto mucho antes, preso de una soledad extrema, encerrado en sí mismo, sin importarle a nadie y sin que a él le importara nadie. Fuera del mundo en el que habitaba; encerrado en vida en su propio yo, entre las paredes de su casa.

Aunque se incide mucho en la soledad en la que se vive en las ciudades, resulta difícil que alguien o, más bien, alguna institución (aunque sea la Seguridad Social o el banco del barrio) no se percaten de la desaparición de una persona. Falló toda una estructura organizativa que nos da cobertura como ciudadanos.

Con todas las deficiencias, las redes sociales ayudan a estar conectados. Ahí está mi suegra con 92 años escribiendo mensajes al grupo de la familia cada día, y el día que no lo hace ya estamos preocupados. O mi madre que tiene su pequeño grupo de amigas con las que almuerza diariamente; además de las llamadas cada noche de sus tres hijos.

Viven solas, como tantas otras personas mayores. Cada vez más personas mayores viven solas.

Pero difícil es vivir la soledad de Antonio. Una soledad que se convirtió en su propio ataúd.

Ana Noguera

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