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Las Poetas-Mártires de Afganistán

En septiembre de 2010 conocí a la coautora del Premio de Narrativa Prudenci Bertrana, Nadia Ghulam, en Girona. Por cierto, apareció el pasado domingo 15 de agosto en La Sexta hablando de la situación de las mujeres en su país. Yo había ido a recoger el Premio de Poesía Miquel de Palol.

Nadia residía en Barcelona y me contó que había estudiado en la Universidad de Kabul disfrazada de hombre en una época en que los talibanes controlaban el país. Ella fue la primera en hablarme de Nadia Adjuman, una poeta afgana asesinada por su marido a causa de una paliza, quien, como ella, tenía una formación académica y cultural superior.

El tema me interesó y encontré en el Centro Pulitzer de Investigación información que me permitió comprender por qué las mujeres afganas se arriesgaban a morir por escribir poemas.

Hace diez años, había en Kabul —la capital de Afganistán— una sociedad literaria femenina, «Mirman Baheer», cuyos miembros se reunían cada sábado al atardecer para recitar poemas de sus integrantes, muchas de ellas residentes en zonas rurales, donde no tenían acceso ni a la cultura ni a la libertad.

Ogai Amail, joven residente en un tranquilo distrito universitario de Kabul y miembro fundadora de dicha sociedad literaria, anotaba los versos de esas escritoras que no podían ir a Kabul y que se los recitaban por móvil. Amail vivía con otra socia de «Mirman Baheer», en un bloque de apartamentos construido bajo la dominación rusa. Se había refugiado allí después de una pelea familiar que la obligó a huir. Tenía 40 años y todavía era soltera. Amaba su libertad, pero sabía que en Afganistán su posición social no estaba asegurada porque no tenía ni marido ni hijos.

El móvil de Amail sonaba continuamente y ella solía cogerlo apresuradamente. En ocasiones, las voces de las jovencitas que la llamaban sonaban roncas a causa del frío, porque habían tenido que salir de casa sin abrigo para que sus padres no sospechasen nada. Eran poetas que llamaban por teléfono, habitualmente y en secreto, a Amail para leerle sus versos y que ella los anotase para recitarlos en las reuniones de los sábados. No podían utilizar su nombre auténtico porque, si eran descubiertas por sus familias respectivas, serían azotadas, apaleadas e, incluso, asesinadas.

El seudónimo de una de esas jóvenes poetas era Meena Muska, palabras que significan «amor» y «sonrisa» respectivamente en lengua pastún. No había esperanza en su vida, porque el año anterior había perdido al prometido al cual amaba a causa de una mina terrestre que explotó a su lado y la tradición la obligaba a casarse con el hermano del muerto, pero ella no quería. Protestaba contra su destino escribiendo poemas. Aunque no sabía qué edad tenía —en Afganistán no importa la edad de las mujeres—, debían de ser 17 años.

A través del teléfono se podía escuchar un verso suyo:

«Soy como un tulipán del desierto.

  Moriré antes de ser abierto

  Y las olas de la brisa del desierto se llevarán mis pétalos».

 Meena vivía en Gereshk, ciudad de 50.000 habitantes en la provincia de Helmand, la más grande de las 34 que hay en el país. Era complicado vivir allí, porque, además de ser una de las mayores productoras de opio del mundo —uno de los motivos, según dicen los expertos, de que hubiese allí tantas fuerzas extranjeras peleándose—, era el baluarte de las fuerzas insurgentes contra los occidentales. El padre la sacó de la escuela cuatro años antes, ya que un grupo de hombres armados secuestraron a una compañera suya. A partir de ese momento, vivió encerrada en casa cocinando y limpiando, a la espera de ser liberada por un marido al cual no deseaba. Sin embargo, en secreto, aprendía a escribir poesía, pues era la única forma que tenía de acceder a la cultura. Ni podía verse cara a cara con extraños ni leer sus versos a su familia, porque creerían que tenía una relación ilícita y la golpearían hasta matarla. Era el destino de todas ellas, excepto de las que vivían en Kabul.

Meena expresaba en sus versos lo que iba mal en Afganistán, sobre todo para las mujeres, las más afectadas. Aseguraba que continuaría escribiendo versos hasta el momento de ser asesinada:

«Mi dolor se acrecienta mientras mi vida decrece,

moriré con el corazón lleno de esperanza».

 Se consideraba la nueva Rahila, una poeta que se inmoló quemándose. Como Meena, le estaba dictando un día a Amail unos versos por teléfono cuando la descubrió su cuñada. Como la familia pensó que hablaba con un muchacho, los hermanos la golpearon y le rompieron el cuaderno donde anotaba los poemas. Dos semanas más tardes se suicidó.

Esas jóvenes poetas llamaban a Amail a menudo, ya que había asumido la responsabilidad de hacérselos llegar a las restantes escritoras.

Zarmina, nombre real de Rahila, fue una gran poeta. Su lenguaje, muy personal y pulido, demostraba un gran coraje al cuestionar la voluntad de Dios, nota común en todas estas poetas, que se quejaban a Dios de su destino. Zarmina se preguntaba con frecuencia por qué no pertenecía a un mundo en el que la gente entendiese lo que ella sentía, ni cuidaba de las poetas como hacía de la belleza ni, finalmente, por qué era un crimen el amor para el islam.

Pero Zarmina no era un caso aislado, desafortunadamente, sino uno más de los innumerables entre las poetas-mártires de Afganistán.

«Mirman Baheer» surgió de una red literaria femenina de la era talibán conocida como «La Aguja Dorada». Un grupo de mujeres solía reunirse en Herat y, mientras cosía, hablaban de literatura. No obstante, «Mirman Baheer» ya no necesitaba ocultarse en Kabul. Más de 100 integrantes procedían de la élite afgana —profesoras, parlamentarias, periodistas, universitarias…— acudían a las reuniones de los sábado viajando en autobuses urbanos, con las caras descubiertas, zapatos de tacón alto y abrigos de piel. Desafortunadamente, no ocurría lo mismo en las provincias periféricas —Khost, Paktian, Maidan Wardak, Kunduz, Kandahar, Herat i Farah—, donde había alrededor de 300 componentes y «Mirman Baheer» funcionaba en secreto.

De los quince millones de mujeres afganas, entre ocho y diez  viven en el medio rural, y escasos han sido los esfuerzos de algunos países occidentales por promocionar los derechos de las mujeres, sin olvidar los acosos sexuales de ocupantes del país. Solo un 5% se graduaba en secundaria y tres de cada cuatro matrimonios eran forzados para jóvenes de dieciséis años. Las jóvenes poetas de provincias vivían en una situación muy peligrosa y tras muros controlados férreamente por hombres.

La poesía pastún era su única forma de rebelarse contra una situación de sumisión. Utilizaban la forma lírica llamada «landay», que significa «serpiente pequeña y venenosa» y se estructura en una concatenación de pareados divertidos, eróticos, agudos, trágicos… Pertenecen a la literatura popular y son, por tanto, anónimos y de tradición oral. Así pues, no hay peligro de descubrir a su autora. Aunque los hombres pueden recitarlos, son «propiedad» femenina. Ya lo afirmaba rotunda Safia Siddiqui, poeta pastún célebre y parlamentaria afgana: «En Afganistán, la poesía es el movimiento de las mujeres desde dentro».

Originariamente, el «landay» se ocupaba del amor y del duelo más profundos, pero, con posterioridad, se incorporaron como temas los matrimonios forzados, la «inefectividad» de los maridos viejos, la guerra, el exilio y la independencia. El tono podía ser vehemente, irónico o intensamente erótico.

Saheera Sharif, fundadora de «Mirman Baheer» y parlamentaria en la provincia de Khost, aunque no era poeta, decía que «un poema era una espada», porque, en Afganistán, la poesía se convirtió en la forma más efectiva de lucha por los derechos de las mujeres.

En las reuniones de los sábados, se recitaban poemas y se sugerían cambios. Inicialmente, los «landay» se recitaban «la noche de la henna» —la víspera de la boda— por mujeres reunidas alrededor de la novia y decorando su cuerpo. Los talibanes los prohibieron por considerarlos inmorales. Asimismo, se recitaban en la «godar», plaza donde se reunían las mujeres del ámbito rural para recoger agua. Aunque los hombres no podían acercárseles, iban a escucharlas y lanzarles miradas furtivas. Sin embargo, en la época de la que hablo, abrazaba todas las temáticas.

Mientras en el campo la poetas tenían que ocultarse, la situación era distinta en Kabul para las poetas procedentes de familias cultas. Zamzam, por ejemplo, tenía 17 años y era hija de un ingeniero que empezó a leerle poemas muy combativos y poco amorosos a su padre a los 11 años. Al oír hablar de «Mirman Baheer», envió a su hija para que aprendiese a escribir mejor.

En contacto con las autoridades locales y la organización Wadan (Asociación de Bienestar para el Desarrollo de Afganistán) de Gereshk, se supo de la existencia de numerosos casos de muchachas apaleadas, azotadas y asesinadas por sus familias. Durante la era talibán, el desconocimiento de esa situación era absoluto y todo ocurría en una total impunidad.

Ciertamente, hubo intentos serios de mejorar la situación de las mujeres en un área en que el cultivo del opio era escandalosamente elevado mediante cursos de formación. Muchas de ellas combinaban su trabajo en casa con los cursos y la escritura de versos. Con todo, la situación era peligrosa para aquellas mujeres que se habían constituido en líderes de los movimientos de defensa de los derechos de las mujeres. Para los talibanes y sus seguidores, estaban demasiado cerca de Occidente y de su poder, así como de la lucha por la igualdad. En cualquier momento podían ser asesinadas, así que tenían que vivir y moverse a escondidas tras burkas.

Fue el caso de Fátima Zurai, fundadora de una cooperativa de mujeres que fabricaban monederos de fantasía. Su marido fue asesinado por los talibanes por trabajar en la construcción de una presa en manos de una empresa occidental y su hijo murió atropellado por un marine norteamericano. Con todo, lo importante fue que las mujeres afganas se hicieron mucho más conscientes de sus derechos y lucharon por ellos en el seno de sus familias. Ahora bien, si conseguían ser respetadas, todo iba bien; si no, recibían palizas y se suicidaban.

En el caso de Zarmina, sus padres negaron siempre que se hubiese suicidado y aseguraban que había sido un accidente. En realidad, se quitó la vida porque su familia no aceptó que se casase con el hombre al cual quería, ya que no podía pagar los 12.000 dólares de la dote exigidos.

La práctica de las poetas afganas de quemarse, vista por ellas como romántica y honorable, es originaria de la India, donde se denomina «suttee», si bien estaba prohibida. Las viudas se lanzaban a la pira funeraria donde se quemaba el cadáver de su marido.

El objetivo de muchas poetas afganas era llegar a Kabul para alcanzar la libertad. Desgraciadamente, no llegaba casi ninguna…

Pepa Úbeda

 

  1. Rosa Maria Marin Torrens Says:

    Precioso texto y muy triste y real a la vez!. Gracias Pepa por acercarnos a la poesia de las mujeres afganas como una denuncia a su situación y como un canto de libertad a la vez. ¡Ojala algun dia puedan conseguirla!

  2. Salvador Piqueras Says:

    Que duro, me saltan las lágrimas.

    A su vez me siento orgullosa de su coraje, madre mia!!

    Tantas decadas de guerra y el fanatismo a enloquecido a estos hombres que atroz violencia entre los propios familiares que a su vez tambien serian masacrados por los demas su no acatan toda esta mierda criminal.

  3. AURELIO DUQUE VALENCIA Says:

    Sin duda, la poesía sigue siendo una herramienta liberadora y radical del ser humano; en Kabul será la salvación pero en el resto de Afganistán es un grito de libertad !!! Despierta Europa !!!

  4. Rosa Kochubey Says:

    Que terrible es la situación de las mujeres,. Despierta una profunda indignación y rechazo. Es importante dar a conocer esta realidad infinitamente cruel e inadmisible.
    Gracias por el articulo

  5. Maria Angelica Benavente Kunz Says:

    Muy enternecedor los textos de las poetas afganas. Valientes para hacer valer sus derechos. .Mucha tristeza en su poesìa9.
    ¿Habrá alguien que pueda educar a los hombres de esa pais
    para que respeten a las mujeres y los niños.?
    Estados Unidos parece no le intereso hacerlo. Solo queda rezar por ellas y ocurra un milagro.

  6. Julio C. Garzon Says:

    Excelente articulo. Muy revelador de una triste realidad que la mayoría, desconocemos en Occidente.

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