Las “revoluciones del 68”. De las soberanías reivindicadas a las soberanías perdidas
Los acontecimientos que jalonaron el año 1968 expresaban, y no por casual coincidencia, que la trayectoria de la modernidad, aparentemente recompuesta tras la II Guerra Mundial y la derrota del nazismo, entraba en una nueva etapa que iría a desembocar, como sabemos a posteriori, en la crisis de la modernidad en la que estamos inmersos. Mayo del 68 en Francia destaca como acontecimiento constituido en referencia primordial, pero otros muchos le acompañaron: Primavera de Praga, revueltas en Berlín, eclosión cultural alternativa en Berkeley –a la par que ganaban fuerza en EE.UU. las manifestaciones contra la guerra de Vietnam–, Movimiento de los derechos civiles y asesinato de Luther King, matanza en Plaza de la Tres Culturas en México y hasta la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín, como momento especialmente álgido para la teología de la Liberación… Son acontecimientos que supusieron hitos que desbordaron sus contextos inmediatos. Si, además, junto a ellos señalamos el Congreso Cultural de la Habana en el mismo 1968, así como otros acontecimientos relevantes, sea antes, como la Guerra de los Seis Días en 1967 –activando para décadas los conflictos en Oriente Medio–, sea después, como la conformación de la Unidad Popular en Chile, que en 1971 llevaría a Salvador Allende a la presidencia –para ser derrocado y asesinado por el golpe de Pinochet, frenando más allá de Chile los intentos de “revolución democrática”–, tenemos un cuadro bastante completo de hechos y procesos cuyas consecuencias llegan hasta nosotros hoy, cincuenta años después.
Los hechos reseñados y los procesos en que se enmarcaban comportaron la experiencia de que la lógica del poder derivaba –también en Estados democráticos– hacia modos autoritarios, así como la constatación de las graves contradicciones que encerraban los modelos de “desarrollo” de la época, tanto por el lado capitalista como por el comunista –quedaban más de veinte años de Guerra Fría. A la crítica de un economicismo ciego le acompañó, pues, la crítica a unas estructuras de poder que asfixiaban las vidas de los individuos. Ambos vectores pueden considerarse denominador común en situaciones muy diversas. Así era en el caso, por ejemplo, de la democracia con partidos anquilosados y con sindicatos un tanto paralizados en medio de circunstancias nuevas, incapaces de ofrecer ya entonces alternativas a problemáticas inéditas y, sobre todo, a demandas de una ciudadanía que formulaba nuevas exigencias, ya de participación democrática, ya de nuevas políticas encaminadas a “cambiar la vida”, como Rimbaud puso sobre el horizonte tiempo atrás. Lemas que quedaron impresos en las calles de París, como “la imaginación al poder” o la invitación a pedir lo imposible, ya que bajo los adoquines asomaba la playa de una utopía libre de mediatizaciones ya padecidas, fueron exponente de una nueva manera de situarse ante lo político. Las mismas propuestas de modos alternativos de vida, como los emergentes en los campus californianos, eran señalizaciones apuntando más allá del capitalismo consumista. El ansia de dejar atrás un socialismo burocrático en el que no cabían objetivos de emancipación, y menos bajo la bota soviética, señalaba desde la antigua Checoslovaquia el camino en busca de ese sueño que se cifró en un “socialismo de rostro humano”.
En lugares donde las estructuras estatales, a pesar de la retórica oficial, no dejaban de ser instrumento y cauce de dominio oligárquico, una democratización efectiva del poder pasó a ser el objetivo de reivindicaciones valientemente planteadas, y que en muchos casos, como en México, costaron vidas entre quienes las llevaron adelante. Al filo de los procesos de descolonización en marcha o llegando a su culmen, en sociedades sometidas, a pesar de su independencia política, a nuevas formas de dependencias neocoloniales, se dieron reeditadas opresiones que motivaron movimientos revolucionarios, en muchos casos de lucha armada. Y como apuntamos, iglesias atascadas en una religiosidad alienante también desbrozaban caminos de imbricación en las realidades sociales y de inserción en procesos en los que fraguaba una nueva conciencia de pueblo para, desde ahí, acometer una evangelización más coherente y comprometida.
Desde todos esos contextos, en definitiva, se configuraron corrientes encaminadas a formas de transformación social, con el acento puesto, como después lo formulara Foucault, en nuevos procesos de subjetivación y, por tanto, de construcción de identidades. Las críticas del etnocentrismo, del olvido del cuerpo, de la marginación del otro, de la razón instrumental, del patriarcado, del progreso…, se abrieron paso, incluso de la mano de la crítica a un humanismo atrapado en los mecanismos ideológicos o deudor de una metafísica insostenible –cuestión ya planteada anteriormente por Heidegger, aunque fuera desde su poltrona eurocéntrica. Un pensamiento en el que Nietzsche, desplazando a Marx, pasaría a ocupar un lugar clave, adelantando las reflexiones del tiempo que se entendería como postmodernidad, ganó espacio en el panorama filosófico acogiendo no sólo la crítica del poder, sino además de las pretendidas fuentes de autoridad que antaño suministraron legitimación a valores morales percibidos como periclitados. El “prohibido prohibir” fue el enunciado callejero de esa crítica a la autoridad sobre la que algunos, como Luc Ferry, llamaron la atención, la cual preparaba el terreno para lo que al cabo Gilles Lipovetsky diagnosticaría como “ética indolora”. No surtió todo el efecto pretendido el agudo análisis de Marcuse sobre la falsa ilusión que siguió portando la “tolerancia represiva”.
Cuando actualmente una mirada atenta al balance de logros y fracasos a partir de aquellos acontecimientos de hace cinco décadas quiere ver el rastro de lo que ellos desencadenaron, se encuentra con un reguero de consecuencias entrelazadas en las que se mezclan lo positivo y lo negativo, con la especial circunstancia de que ha sido el transcurrir del tiempo lo que, a pesar de lo conseguido, ha añadido una sensación de fracaso en muchos respectos. La democracia no hemos logrado profundizarla como se quería, el capitalismo no ha sido domesticado, el socialismo burocrático –el que en su densidad fáctica se llamó “socialismo real”, para cuya reconducción llegó tarde la perestroika de Gorbachov– se derrumbó sin alcanzar el pretendido rostro humano, las batallas anticoloniales no han ganado la guerra contra el neocolonialismo, los Estados de corte oligárquico han pasado en muchos casos a quedar fuertemente lastrados por la corrupción, cuando no carcomidos por el narcopoder. Y las iglesias, que el Dios que invocan las ampare, se han visto y se ven perdidas entre la incapacidad para hacer llegar su propuesta de sentido y las derivas fundamentalistas o integristas a las que las han llevado sus tendencias conservadoras.
Desde el vórtice de la crisis de la modernidad, cuando ésta se agrava en medio de la misma globalización que con su lógica se ha impulsado sobre la dinámica capitalista y con la base tecnoeconómica reforzada por la revolución informacional –el desarrollo tecnológico es el que no ha decaído, aunque sea al precio de poner en peligro los mínimos del equilibrio ecológico–, podemos pensar dicha crisis siguiendo diversos hilos argumentales que, en lo que tiene que ver con procesos de las últimas décadas, están muy vinculados a las “revoluciones del 68” –nos permitimos llamarlas así aun a sabiendas de que el rótulo es excesivo, por más que desencadenaran cambios decisivos en medio de sus ambigüedades–, a sus logros y a sus fracasos. Entre unos y otros no hay que olvidar los movimientos sociales a través de los cuales se han articulado las resistencias y anhelos de transformación social, desde el movimiento pacifista al ecologista, para situar en las luchas feministas por la igualdad uno de los frentes de cambio social más activos e intensos.
Es obligado subrayar cómo todo ello se modula de singular manera en sociedades que, habiendo quedado ubicadas en una posición periférica –España, entre ellas, a pesar del pasado imperial de la Monarquía hispánica, aunque también debido a él, dado lo que fue su decadencia–, no alcanzaron una modernidad que en ellas tuviera el despliegue rotundo que tuvo en otras. Por eso, las respuestas a la crisis de la modernidad que desde 1968 se anticipan cabe apreciarlas en clave de “transmodernidad”, como desde América Latina enfatiza Dussel, implicando una peculiar modulación no sólo de los movimientos epocales reseñados, sino de los mismos procesos de democratización de las estructuras políticas propias. Por lo que se refiere a España, los ímpetus sesentayochistas nos llegaron con la misma transición de la dictadura a la democracia, pues en el 68 el régimen franquista seguía con toda su carga represiva –siendo, por otra parte, ese mismo año cuando se produjo la primera víctima expresamente buscada en atentado de ETA -.
Si la crítica a un poder como dominio reticularmente extendido por la sociedad y a un modelo económico-político desarrollista, vinculado a ese capitalismo que se expandiría despiadadamente bajo cobertura ideológica neoliberal, fue factor dinamizador de la nueva política que se buscaba, ahora también descubrimos, con mirada retrospectiva desde nuestro ahora, que en los diferentes procesos tras otras políticas, con el acento puesto en la conquista de nuevos derechos, ha estado presente la búsqueda de diferentes formas de soberanía, individual y colectiva, tanto en la existencia de las personas como en la vida de los pueblos. El caso es que el trayecto recorrido ha sido en gran parte desde las soberanías reivindicadas a las soberanías perdidas, como indicó Luigi Ferrajoli al levantar acta de ello con su denuncia de los “poderes salvajes”.
¿Cabe hablar de soberanía, en sentido político y en sentido ético, habida cuenta de las realidades fácticas en las que estamos, con sus presupuestos ontológicos y sus implicaciones antropológicas, desde los procesos de subjetivación del presente? ¿Qué sujeto se cuestionó y emergió en torno al 68, y cuál encontramos hoy? ¿Por qué y para qué seguir reconociéndonos como sujetos (en algún modo soberanos, si cabe)? ¿Es pertinente plantear “praxis” de emancipación desde los sujetos que somos, como se atreve a decir un filósofo como Žižek, teniendo en cuenta ese estado de “liquidez” de nuestro mundo, tal cual lo ha diagnosticado el sociólogo Bauman, en el que todo lo ahoga el cinismo cultural que nos invade? Preguntas como éstas, y otras muchas, son las que el balance de cincuenta años desde las “revoluciones del 68” nos invita a hacernos.
José Antonio Pérez Tapias
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