Las tres tentaciones de la nueva política postcoronavirus
Primera tentación. La tentación de la guerra preventiva y permanente.
A pesar de los actuales llamamientos al combate, a la batalla, a ser soldados y demás jerga militar, lo cierto es que no estamos en guerra. O al menos en una guerra convencional donde hay un ejército y unos contendientes. Como tampoco estamos en guerra contra el terrorismo. Utilizar la categoría política «guerra» no es inocuo porque las decisiones políticas pueden ir en uno u otro sentido. Ni esta pandemia ni el terrorismo internacional ni la lucha contra los efectos del cambio climático deben ser «guerras» sino, como ya nos dijo el filósofo Ulrich Beck, un «riesgo» permanente en el que estamos instalados. El mundo es, a nivel global, en la nueva era del antropoceno, un lugar peligroso entre otras cosas porque ese mismo sistema capitalista neoliberal ha jugado con los recursos más valiosos del planeta. Un sistema político que no incorpore el riesgo a sus categorías analíticas estará sometido al vaivén del miedo y del pánico y del descontrol social que futuras «guerras» invisibles aprovecharán para seguir alimentando nuestra fragilidad en forma de miedo y pánico permanentes.
Segunda tentación. La tentación de la eficacia tecnocrática.
La tentación democrática de aumentar el control en nombre de la hiperseguridad vulnerando logros y avances jurídicos que, con las luchas sociales, se han conseguido a lo largo de la historia será una de las tentaciones más fuertes. Detrás de esta tentación se halla siempre el control y un nuevo poder absoluto donde los estados o los mercados (modelo chino o coreano) acapararán todas las decisiones dejando de nuevo a las masas obedientes como fieles cumplidoras o consumidoras de órdenes. En este caso, unas cuantas empresas tecnológicas multinacionales pasarán a tener el control y, junto a él, estructuras de miedo y pánico permanente que anule nuestras voluntades individuales y llene sus bolsillos.
Una «democracia del conocimiento» moderna, compleja, ilustrada, con derechos humanos, tiene capacidades suficientes para abordar los nuevos riesgos. Errores humanos, malas decisiones, improvisación y precipitación en nuestra clase política no significa que algunos científicos, gestores, sindicalistas o funcionarios no supieran en enero qué había que hacer y no se hizo en la crisis del coronavirus. La eficacia es un medio valioso y una cualidad necesaria pero la categoría política es otra. Su nombre: «participación». Será necesario crear nuevas «asambleas de gestión de riesgos participativas e interdisciplinares» (políticos, científicos, sindicatos, asociaciones cívicas, líderes comunitarios, ciudadanía informada) que no esperen a ver el fuego a lo lejos sino que deban estar vigilantes en un monte con un alto riesgo de incendio permanente. Apagar fuegos o poner parches o solucionar crisis puntuales desde arriba, desde las élites políticas o empresariales, es seguir pensando analógicamente. No se trata de ser agoreros, alarmistas o apocalípticos pero, dada la forma en la cual los animales racionales humanos en esta era del antropoceno se están relacionando con su entorno, será necesario articular nuevas e imaginativas fórmulas de gestión humana y política para evitar que la sociedad se desangre o desaparezca de la faz de la tierra.
Tercera tentación. La tentación del autoritarismo político uniformador.
En una crisis sanitaria como la que estamos viviendo en la cual la divisa del «sálvese quien pueda» ha sido el pan de cada día y el estado ha llegado tarde, donde las comunidades, entidades y hasta particulares han tratado de salvarse por su cuenta, es lógico pensar que una solución autoritaria, jerárquica, absolutista, centralista hubiese sido mejor que diecisiete sistemas de decisiones, con criterios dispares y contradictorios. La tentación de fulminar las diferencias y el valor de la diversidad será grande y volverá a resonar en los debates públicos el sonsonete de siempre sobre la inutilidad de las autonomías etc etc. Un debate cansino que bascula siempre hacia la aniquilación de las diferencias en nombre de la unidad. La unidad funciona, es eficaz y la diversidad es una trampa y, por tanto, la causante de los problema. Será una fácil consigna que deberemos desmontar con buenas razones para no caer en las trampas y sesgos del planteamiento mismo del problema. La mejor manera de solucionar un problema, decía Wittgenstein, es modificar su planteamiento. Desde una «democracia del conocimiento», sostenemos, el valor no es la unidad que anule la diversidad sino lo que filósofos como Fernando Broncano denominan el «procomún», es decir, los bienes comunales de todas y todos. Los bienes comunales son híbridos, no son estatales pero tampoco privados; son formas colaborativas en las cuales la comunidad y las asambleas deben participar aportando conocimientos y experiencias. En este sentido, deberán pasar a primer plano temas políticos procomunales que hasta ahora no estaban en las agendas como la renta básica, los proyectos comunitarios, las redes de solidaridad social organizada y su conexión con los servicios sociales públicos esenciales, la colaboración con los ámbitos privados desde la responsabilidad social corporativa real que no sea un mero marketing ético, los espacios ecofeministas transformadores donde mujeres y hombres, desde la justicia de género, realicen proyectos colaborativos interconectados a nivel global, en definitiva, encajar las diversidades locales con lo común de otras diversidades locales creando espacios de apoyo intercomunitarios e interconectados para que, cuando la próxima pandemia se produzca, es decir, mañana mismo, estemos todas preparadas.
Pensar que las crisis del siglo XXI o del XXII las solucionarán los mercados tecnocráticos neoliberales y eficaces o los sistemas autoritarios centralistas con poderes verticales absolutos es volver a equivocar el diagnóstico, y equivocar un diagnóstico supone iniciar un tratamiento erróneo y unas intervenciones políticas arbitrarias. Nos esperan tiempos difíciles para la reflexión política. La interpretación de lo que está pasando no es un mero juego intelectual sino un compromiso de todos. Como dice Sousa de Santos en su última obra El fin del imperio cognitivo, «es imperioso que regresemos a la interpretación para poder reinterpretar el mundo antes de transformarlo».
De esa reinterpretación que se haga depende la forma en la cual intervengamos en las próximas crisis climática, sanitarias, terroristas o económicas. Y ese poder de interpretar no podemos entregárselo solo a la clase política, o solo a los científicos, o solo a los expertos o solo a€ La tarea de vivir en la era del antropoceno es hacernos cargo de nuestra fragilidad extrayendo de ella el empoderamiento para crear una democracia más auténtica que acepte el riesgo y decida tomárselo en serio creando estructuras asamblearias híbridas y permanentes donde la política y la ciudadanía estén coordinadas y atentas a esas nuevas realidades. Todas y todos, desde nuestra diversidad, habitamos en un mismo barco, vulnerable y a merced de las tempestades. Desde el capitán hasta el marinero recién llegado tienen la capacidad de resistir y de llegar a buen puerto. Sin victorias optimistas. Las tempestades siempre ganan pero la inteligencia social y política puede sortearlas. Es la hora de profundizar en esa «democracia del conocimiento» que, si se articula con seriedad y participación de todas, salvará vidas y evitará injusticias sociales.
Xema Sánchez Alcón
Artículo publicado en Levante.emv