Lidia Falcón o el indiscreto encanto del dogmatismo
En febrero de 2020, Izquierda Unida expulsaba de su seno al Partido Feminista de España, o lo que es lo mismo, expulsaba a su fundadora, Lidia Falcón O’Neill, hasta tal punto indistinguible del PFE que podría haber estampado en sus estatutos, debajo de su firma, como Faulkner sobre el mapa de Yoknapatawpha, su condición de “única dueña y propietaria”.
Falcón pertenece a esa generación de la izquierda para la que solo había dos caminos: la integración en el entramado del felipismo o el ostracismo más o menos consentido
La mujer que redactaba en primera persona los comunicados del Partido Feminista llevaba un par de años dando a la prensa jugosos titulares que la Asamblea Político (sic) y Social de Izquierda Unida juzgó incompatibles con los principios de la coalición. Y en efecto, no parece que calificar a los hombres trans de “mujeres con barba” sea muy compatible con el ideario de Izquierda Unida (o con el de Ciudadanos, si a eso vamos). Cierto que el trasfondo de esas declaraciones y otras (“Han puesto un Ministerio de Igualdad para dar un cargo a Irene Montero, que ni ha estudiado ni sabe”) es el de una lucha por el poder en la que algunas de las cabezas visibles del feminismo español se han sentido desplazadas y poco veneradas, pero, como este asunto ya ha sido profusamente analizado y debatido, permítanme que dirija su atención a un ángulo del tablero no tan jugoso para la prensa del colorín pero en absoluto anecdótico.
¿Cuál es y ha sido el papel de Lidia Falcón en el feminismo español de las últimas décadas, para que ahora devenga icono de una especie de cruzada tránsfoba a la que se apuntan otras caras conocidas del feminismo académico (Amelia Valcárcel), personajes del Planeta Fraggle del matonismo digital (Barbijaputa) y radicales libres de impuestos como Iván Espinosa de los Monteros? La respuesta es sencilla y breve, pero no simple: un papel escaso. Tirando a nulo. Marginal, tal vez.
Lidia Falcón pertenece a esa generación de la izquierda española para la que solo había, culminada la Transición, dos posibles caminos: el de la integración en el entramado político-institucional del felipismo, y el del ostracismo más o menos consentido, bien en el exilio real, bien en el exilio mediático y social del militante licenciado con honores. A Lidia Falcón le tocó lo segundo, si bien sus circunstancias familiares le permitieron adquirir un renombre que no parecía justificado por su no demasiado vistosa producción intelectual, tampoco por sus reconocidos e impagables esfuerzos como luchadora por la causa del feminismo, indiscutibles, cierto, pero compartidos con centenares de mujeres repartidas por toda España. Lo cierto es que ninguna de esas acreditaciones le bastó para adquirir su propia parcela de poder universitario o político y que sobrevivió como un referente más o menos difuso, más o menos reverenciado, hasta que la generación del 15M necesitó estrechar vínculos con la generación de sus abuelos.
En 2010, Stéphane Hassel arengó a los jóvenes franceses con un panfleto, ¡Indignaos!, escrito desde la experiencia de un nonagenario combatiente antifascista. Fue un texto inspirador para los jóvenes españoles de las acampadas de 2011, pero lamentablemente en España no había una figura equiparable a la de Hassel, salvo que viviera en el país de Hassel: en Francia los Hassel derrotaron al fascismo, pero en España la apisonadora franquista los pulverizó o los envió a un exilio del que la mayoría no quiso o no pudo volver. La resistencia interior era tan interior que no nos habíamos enterado de que fuera resistencia, y así descubrimos de repente que José Luis Sampedro, además de aseado novelista, era conciencia moral de una generación sin abuelos. Un drama. No es que Lidia Falcón pertenezca a la misma generación que Hassel o Sampedro, pero en el fragor de ese abrazo intergeneracional nadie vio raro que el Partido Feminista pidiera de nuevo el ingreso en Izquierda Unida en 2015 ni llamó la atención que aquella alegre activista de pelo rojo se sintiera querida y reivindicada por las feministas más jóvenes, que le tributaban un afecto sincero pero para nada obsecuente, como en seguida se demostró.
Hay algo en la generación de Lidia Falcón, una especie de tic nervioso-intelectual, que es inextirpable de algunos cerebros que eran jóvenes cuando los dinosaurios de Fraga dominaban la tierra. No sé si es fruto del primado de la educación religiosa bajo la dictadura, o si tiene que ver con la alargada sombra de la Compañía de Jesús en nuestras instituciones educativas y culturales, pero tanto a la izquierda como a la derecha del tablero encontramos la misma adoración por la Verdad Desnuda, la misma confianza en que el individuo bien formado e informado puede conocer y contemplar sin distorsiones la Auténtica Realidad, salvo que el demonio o los comunistas o la televisión o el lobby gay (táchese lo que no proceda) le desvíen del ímprobo esfuerzo intelectual que hace falta para empaparse de la Luz de la Verdad. El conocimiento no se construye ni se discute: se ingiere. En ese programa están de acuerdo los monjes seglares del Concilio Vaticano II, los opusdeístas más íntegros o integristas, los nacionalistas de toda patria y condición, y por supuesto la izquierda de sacristía y materialismo dialéctico, tan jesuítica ella, tan obsesionada con preservar la pureza del método que es capaz de dejar escapar cualquier cambio político real si ello implica renunciar a la autenticidad y a los principios fundamentales de su Credo Filosófico. Y si no me creen dense una vuelta por el LeftTwitter y comprueben por sí mismos cómo, a estas alturas de 2020, a horcajadas de una crisis sanitaria y a las puertas de una crisis económica de proporciones globales, con todas las corruptelas de la Casa Real saliendo a la luz a chorro, lo urgente es combatir el pensamiento posmoderno, las desviaciones ideológicas de Foucault (fallecido en 1984) y la supuesta teoría queer cuyo contenido, como el del Arca de la Alianza, nadie conoce.
A Lidia Falcón le ha tocado poner voz a muchos resquemores de la izquierda española transicional que no acaba de encontrar su sitio en el siglo XXI, pero nos equivocaríamos al leer la beligerancia terf como una antigualla emergente de un pasado lejano: es una actitud del presente, y es la trinchera desde la que disparan jóvenes de carne y hueso que han visto en las nuevas expresiones del cuidado y el afecto un enemigo a batir y una oportunidad de negocio y de ampliar sus agendas de contactos.
Por eso no debería sorprender a nadie que desde Vox se salude la presunta expulsión de Lidia Falcón del paraíso feminista: hay en esas imprecaciones un revanchismo incurable, pero también la instrumentalización de una actitud que en nada se parece, ni de lejos, a la de los minions de Abascal. De hecho, son incompatibles: Lidia Falcón procede de un nicho ecológico profundamente dogmático, mientras que la matraca voxarra, por muy monolítica y atávica que quiera parecer, es profundamente relativista y escéptica, mucho más que el dichoso pensamiento queer que ambas posturas pretenden combatir.
Amplificar los sinsabores de Lidia Falcón y el terfismo solo es rentable desde la desvergüenza de la nueva extrema derecha o desde el dogmatismo incurable de la nueva-vieja izquierda: “nueva” porque sus protagonistas y portavoces aún no han cumplido los cuarenta o los rondan de esa manera desenfadada que adoptan los cuarentones cuando quieren parecer simples jóvenes curtidos, “vieja” porque se instalan, esos protagonistas y portavoces, en un estado mental que, sin ser privativo de la generación de sus abuelos, encaja más con estos que con los nietos. O quizá sea que también yo empiezo a peinar demasiadas canas, pero me cuesta entender que las Towanda Rebels puedan asentir a esta perla de Lidia Falcón con la que despedimos por hoy nuestra sección: “Has abolido las categorías de mujer y hombre, en las que se dividen todas las especies mamíferas para que sea posible la reproducción”. Puede que el crepúsculo generacional que estamos viviendo no sea el de las generaciones más viejas sino el de algunas de las más jóvenes, dispuestas a sacudirse la ansiedad ante el futuro aferrándose al glamour de los viejos dogmatismos.
Xandru Fernández
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