Los flotantes
Esperemos que los partidos de la investidura propongan con urgencia políticas que reduzcan ese nutrido grupo de votantes que quizás estuvo en las calles el 15M y que ahora habrá pasado por Ferraz movido por la ira
Comienza la legislatura en los tiempos de la cólera. Cólera desde el primer día, desde el discurso de la presidenta del Congreso, Francina Armengol. La ultraderecha y la derecha más ultra han perdido toda vergüenza y han tomado las calles, las televisiones, los periódicos, las barras de bar y los juzgados; casi todo viene a ser lo mismo. Ya no hay límites para cualquier acusación insensata, para cualquier insulto y para cualquier amenaza a la democracia. Probablemente, Pedro Sánchez conocerá, ahora y en primera persona, el acoso que sufrieron Pablo Iglesias e Irene Montero. Con la diferencia de que Pedro Sánchez se puede escudar en la estructura de un partido fuerte, acostumbrado a embates y con poderío económico para articular respuestas. También es verdad que dispone de más mano izquierda y más flema que el exvicepresidente.
Es muy probable que esta sea una de las etapas de mayor impulso progresista de nuestra democracia, junto a la primera legislatura de Zapatero y al primer felipismo –antes de que el exesclarecido González descubriera la oligarquía latinoamericana y deviniera en momia gamonal–. El empuje y compromiso de Sumar, la apertura a nuevos conceptos territoriales, las aportaciones de Bildu y ERC, la mirada descentralizada e incluso, en algunos casos, la derecha seria y democrática van a obligar al PSOE a seguir haciendo política de consensos, como la emprendida durante el diseño del acuerdo de amnistía y la búsqueda de apoyos para la investidura. Ya se anuncian subidas del SMI, blindaje de políticas feministas y foco en los cuidados.
Esta nueva época convivirá con la antipática espada de Damocles de quienes se niegan a aceptar la legitimidad de una mayoría parlamentaria construida a partir de las urnas y el diálogo. La carcundia política, judicial y mediática (por suerte, a la carcundia eclesiástica le toca retirarse, por un tiempo, a sus cuarteles de invierno. No está el clero para bollos) aumentará su visceralidad a medida que se vaya perfilando la ley de amnistía y a medida que se vayan tomando decisiones de progreso. Arreciarán, por lo tanto, las críticas de ilegitimidad, de golpe de Estado o de anticonstitucionalidad; en definitiva, la retórica guerracivilista e incendiaria que bien conocemos pero que, en esta ocasión, parece contar con una considerable masa social sobre la que ha calado el discurso frentista, y que se muestra predispuesta al esperpento y a la exaltación violenta.
Entre esa masa, se encuentran los flotantes, ese nutrido grupo de votantes no pensantes que quizás estuvo en las calles durante el 15M como fruto de su indignación y que ahora habrá pasado por Colón y por Ferraz movido, esta vez, por la ira. Y mira que las movilizaciones eran antagónicas. La del 15M era una indignación material que se enfrentaba a la corrupción, a los desahucios, a los robos de la banca, al desempleo, a la falta de perspectivas de vida, al ataque a los derechos humanos y que miró hacia arriba para encontrar a los culpables. La de Ferraz es una rabia trasnochada provocada por el pánico moral y por el miedo a la transformación de valores simbólicos tan volátiles como la unidad patria. Una cólera enfermiza y desconfiada que busca al enemigo en aquellos que tiene alrededor: nacionalistas, personas LGTBI, mujeres o migrantes.
¿Cómo liberar a los flotantes de ser instrumentalizados y poder escapar de ese yugo de odio promovido por quienes acumulan derechos y temen perderlos? Esa debería ser una de las preocupaciones sustanciales de este nuevo equipo de gobierno y de quienes le acompañan. Es necesario romper ese “empate catastrófico”, según lo llamaba Gramsci, que tanta zozobra nos ha causado y que ha visibilizado cuánto deciden estos flotantes.
Resulta aburrido y reiterativo decir que se trata de una batalla cultural, pero lo es porque el capitalismo, el individualismo, el miedo y el odio se han convertido en modos de vida, en hábitos. Están entretejidos en la vida diaria, han destruido la esencia de lo político, que es el bien común, y se han normalizado hasta tal extremo que se han vuelto cultura. Llevamos casi un siglo sin dar una batalla de pensamiento y así nos va. La ultraderecha internacional, por su parte, sí ha emprendido una guerra sin cuartel para apropiarse de discursos y para abastecerse de canales para propagarlos. Su éxito dependerá de cuántos sujetos flotantes encuentre como receptores de esas narrativas. De momento, van ganando. Argentina y Países Bajos, como últimos ejemplos.
El machismo, la homofobia o el racismo se han vuelto descarados porque forman parte de nuestras estructuras mentales y de nuestros vínculos. Los medios de comunicación, el poder judicial, el mundo del fútbol –recordemos que muchos de los manifestantes en Ferraz procedían de hinchadas– o, simplemente, muchos y muchas jóvenes se atreven a esgrimir consignas ultraconservadoras –cuando no delictivas, como el “yo soy nazi” o “muerte a los moros”– porque se apoyan en una tradición, según la cual entienden que lo que único que hacen es putodefender España y sus valores. Un discurso flaco y destructivo. Por eso urge comenzar un trabajo a largo plazo para crear un nuevo imaginario según el cual España y sus valores sean otros: igualdad, pluralidad, diversidad, bien común y fraternidad, para empezar.
No se trata de culpabilizar a las personas sino a la cultura en la que estamos inmersos. Cabría preguntarse si hay personas machistas u homófobas o personas que ejercen el machismo y la homofobia estructurales que tenemos integrados como hábitos colectivos y que deben ser atajados allí donde se producen y consolidan: las redes, los medios o las instituciones de poder, por citar algunos de esos focos. Dos ejemplos muy concretos de campos de batalla: por un lado, aunque Jorge Javier Vázquez haya intentado redimirse con lo de “maricones y rojos”, Sálvame se ha pasado años creando ideales de vida que han surtido de modelos dañinos de identidad a millones de personas y ha contribuido a una perversa educación material y sentimental de la ciudadanía. Ahí hay combate. Por otro, hemos comprobado que legislar no es suficiente, porque no solo de leyes y de coerción vive una sociedad. La ley del ‘solo sí es sí’ podría haber sido una buena herramienta, pero si quien debe aplicarla e interpretarla no cree en la necesidad de proteger a las mujeres, el problema no es de aplicación legal sino cultural.
Para transformar una sociedad hay que incidir en las estructuras de pensamiento y sentimiento de los sujetos que la componen. Es necesario construir discursos alternativos y modificar tanto las condiciones materiales y económicas como los modos de entender lo público y las maneras de relacionarnos. No se trata sólo de recuperar las calles, también hay que recuperar el buen periodismo, los juzgados, las escuelas, las universidades, ¡qué adormecidos están los estudiantes! y promover la conciencia del común. Hay que producir nuevas condiciones de vida, nuevas pulsiones sociales, nuevas prácticas educativas y abordar lo que Raymond Williams llamó “estructuras de sentimiento” que ayuden a recuperar la sociedad como elemento comunitario. Esperemos que, en esta nueva etapa, cada partido que ha apoyado la investidura cierre pronto sus exigencias propias, para que, olvidando el cortoplacismo, propongan con urgencia nuevas políticas culturales y educativas que reduzcan el número de flotantes.
Paco Cano
Publicado en Ctxt