Luego vinieron a por el amarillo
Siempre he escuchado, con una ceja arqueada y la otra a punto de arquearse, eso de que el ser humano se adapta a cualquier cosa. La frasecita, tan extendida, tiene todo el sentido dicha desde el sofá de casa y siempre refiriéndonos a la supuesta capacidad de aguante que tienen otros que no son uno mismo. Yo actualizaría el imaginario popular en lo referente a la elasticidad de las tragaderas con algo así como: “El ser humano se adapta a cualquier cosa que le pase a los demás”. Ya saben, aquello de “Luego vinieron por los judíos, y yo no dije nada…”. Además de adaptarnos, es decir, además de comenzar a percibir como natural lo que hace un rato era impensable, las personas tenemos el tic nervioso de acabar justificando de una manera u otra esa nueva situación que pasa por encima de otros. Es algo universal, sucede en todo momento y lugar, incluso en las mejores democracias del mundo en eso de repetir compulsivamente que son las mejores democracias del mundo. Una de las mejores democracias del mundo es la nuestra. No hay día en que no nos lo repitan, como si no lo pudiéramos ver con nuestros propios ojos. ¡Joder, mira Venezuela, no hay color! Estamos en la final de la Champions sin pasar por la liguilla.
España, históricamente sumergida en la etapa de adaptarse a cualquier cosa que le caiga encima a otro, está inmersa ahora en una segunda y más peligrosa fase: la de justificarlo en lugar de avergonzarse o mirar para otro lado. Tras los tuiteros detenidos –es que bromear con ciertas cosas es una forma de terrorismo–, los raperos condenados a cárcel –es que sus letras eran violentas–, los titiriteros y sus marionetas encerrados en preventiva –joder, es que había niños delante–, las instalaciones artísticas atacadas o censuradas –es que su contenido ofendía–, las narices de payaso multadas –es que generar odio contra la policía es muy peligroso– o los políticos acusados de rebelión –es que hubo violencia, mira ese coche roto, ¿acaso te gustaría que fuera tu coche?–, llega el debate sobre los silbidos o el color amarillo. Reprimir es como comer pipas. Es que silbar el himno es una forma de violencia, nos explican desde el Ministerio de Interior, que de violencia sabe un rato. Si se han requisado prendas de color amarillo es para evitar altercados, nos cuentan desde la Policía, experta de repente en marketing cromático: esa palabra libertad sobre color amarillo chillón no genera tranquilidad. Y compramos el argumento. Justificamos, uno tras otro, atropellos graves que no nos afectan, convirtiendo nuestro país en una democracia ejemplar –lo sabemos, vemos el Telediario cada día–, pero cada día con más parecidos a Marruecos o Turquía.
La España sin complejos, esa que anhelaban desde hace décadas pensadores como Jiménez Losantos o Norma Duval, ha llegado y se extiende a capas nuevas, a nuevos perfiles. Preguntado en una entrevista por la encarcelación del rapero Valtonyc, el compañero de oficio y cantante Loquillo, inmerso en la fase dos –justificación–, respondía, desde la libertad del sofá desde el que hacía la entrevista: “Me importa un pepino. ¿Han censurado a un rapero? Por favor, que a todos nos han censurado 20 veces, ¿qué me quiere usted contar? Chico, si te arriesgas, te expones a que te partan la cara, esto ha sido siempre así. A este oficio se viene llorado de casa”. El ser humano rapero lo aguanta todo, sentenciaba el cantante catalán. Quiero ser bien pensado. No creo que, mientras una parte del país entre la que me encuentro está preocupada, la otra esté entusiasmada por vivir en un lugar casposo y represivo que da pasitos en dirección a lo que ya fuimos. No, no todo el que justifica la represión contra otro, perpetrada desde arriba, es un fascista. No funciona así. Nunca ha sido así en la historia. Funciona con comodidad. La comodidad necesaria para seguir viviendo en el mito que nos corresponde por lugar y momento. En este caso, el de la Champions de las democracias. Un mito que nos obliga últimamente a justificar lo injustificable. A hacer el encaje de bolillos que permita que nos gobiernen con naturalidad unos poderes con métodos mafiosos, al grito de “Viva la Ley”. Y le respondemos a Al Capone: “¡Viva!”.
Gerardo Tecé
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