Mitologías españolas: el caballo
Es la mitología española por antonomasia de la belleza y la furia en un mismo cuerpo. Lo bello bajo el síndrome latente de la furia, la furia bajo la hipnosis apaciguadora de la belleza. Así se sostiene la animalidad del caballo y otras presuntas animalidades.
Prestancia caballar. Excelencia equina y el hombre que quiere ser centauro sabio. Clase équite del prestigio y morfosintaxis caballuna de los reyes cristianos para escribir la historia.
La triste historia de la humanidad se define en términos équidos sin equidad. España no es una ancestral piel de toro, sino un viejo anhelo equino al que le sobra morfología altiva y petulante y le falta sintaxis coherente. Tener un coche nuevo roba miradas. Tener un caballo guapo y saber lucirlo lapida corazones y dispara las lenguas. Caballos escultóricos y enjaezados. Adornos cuadrúpedos de la vanidad. Relámpagos cuatralbos en el salón mental de la jactancia. Bucéfalos en los boxes del poder adquisitivo. Pegasos mundanos en los picaderos de altos vuelos. Unicornios de exposición con el cuerno (de la abundancia) a buen recaudo. Esta afición nuestra caballista y de pura raza nos viene de lejos. A caballo hemos amado. A caballo hemos golpeado. A caballo hemos sufrido. A caballo hemos vencido. A caballo hemos avasallado. A caballo hemos perdido. A caballo hemos meditado y nos salieron ideas a cuatro patas que relinchaban su desconcierto. A caballo fuimos felices y construimos la vida un día. Al día siguiente decidimos destruirla al galope. A caballo del bien y del mal hemos vivido y a caballo hemos de morir porque a caballo también se muere. A caballo nos hicimos y deshicimos, como don Quijote, que presumió de ideales en lo alto de un rocín. De ideales siempre hay que presumir, aunque sea encima de un jamelgo y pese a la risa desaprensiva de los españoles de la medianía. Un caballo no es más que el soporte de un hombre que necesita alzarse sobre los demás para decir o hacer algo importante, a sabiendas de que puede fracasar o caer en un grave error. Hoy nadie corre este riesgo. Resulta más ameno fardar y pasear en un objeto con pedigrí. Está escrito en algún lado y si no, lo invento, los caballos son los transmisores obedientes del vuelo de los astros y los altares naturales en que los hombres se suben para adorarse como dioses. A caballo hemos abusado desalmados del poder y a caballo hemos ejercido desarmados el contrapoder. A caballo de las palabras entramos sin brida en el ágora de los convecinos, que es la nuestra también, y los señalamos como enemigos. A caballo de la horda atropellamos al diferente y ponemos cara de cobarde. A caballo desbocado hemos huido de la razón y perdimos por el camino el sombrero y los fetiches sagrados. Y a caballo hemos regresado domados por el delirio y le hemos cogido gusto a la asistencia a galas y cenas benéficas en honor de los Jinetes del Apocalipsis. A caballo hemos llorado y a caballo hemos cantado. A caballo pespuntamos el ego y a caballo descosimos los ideales. Medradores trotones y galopantes. Y lo malo de esto es que ya no vamos a caballo, sencillamente, tenemos un caballo. Otra cosa más. Y los políticos de turno sólo buscan el piafar fotogénico de los periódicos y ya no quieren que vayamos a caballo, prefieren que cojamos el tranvía o la bicicleta. Echo a correr el potro cerril del malestar por las praderas de la hipermodernidad. Equitación de la crítica. Verbo quijotesco a horcajadas que se olvidó los zahones. Monturas del ocio caro y elitista. El pueblo -ese ente con los pies en el suelo- sostiene en sus manos su herradura de la mala suerte y contempla embobado una hermosa estampa de pura casta española. Caballos escultóricos y enjaezados, símbolos de culto y poderío.
Francis López Guerrero
Artículo publicado en Nueva Tribuna