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Morir en América: El Salvador

Hace más de quince años que suelo ir a América; una vez al año por lo menos. De todo el continente, Centroamérica me tiene enamorada y aprovecho la «estación seca», cuando el calor no es asfixiante y las lluvias torrenciales aún no han aportado su dosis anual de devastación, para volver. Finales de enero es un buen momento, pues los nativos ya han vuelto a la normalidad y están más receptivos a la presencia de la forastera «preguntona».

De Centroamérica conozco Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Panamá. Quiero «caer» en Costa Rica antes de que vire a la derecha y no me interesa Belice desde que se ha convertido en otro «parque temático» al servicio del turismo más zafio. A propósito de esto último, el excelente escultor vasco Paco Sainz me comentó el otro día que, desde «el asalto» del planeta por parte de los turistas, han aumentado de manera exponencial las visitas a los museos cuando jamás lo hacen en su propio país… En cuanto a Honduras, me temo que tardaré en conocerla, dada su situación actual.

Uno de los aspectos que más me preocupa de estos países de exuberante vitalidad es el número creciente de muertes a causa de la violencia, rasgo endémico de gran parte del continente si exceptuamos Cuba, Uruguay y poco más. Sospecho que la depredación colonial tendría bastante que decir al respecto.

Nicaragua fue el primer país del istmo en el que puse el pie y me pareció, desde el primer momento, de una densidad literaria y geográfica formidables. Era Navidad y coincidí con un buen puñado de gringos que suelen celebrar dicho evento desparramándose por los países centroamericanos. Dicha nacionalidad también aporta efectivos a lo largo del año. Se trata de «emisarios» de «tentaculopolios» al servicio de sus intereses. Pese a que, nominalmente, el poder político lo detenten otros, continúan siendo las «correas de transmisión» de una buena porción de países americanos. En Nicaragua es de destacar la transmisión familiar en política, ya que dos son las familias que mayor poder y durante más tiempo lo han detentado en las últimas décadas: los Somoza y los Ortega-Murillo.

No sugeriré qué visitar y por qué: guías hay que darán mejores indicaciones que yo. Tan solo apuntar que Granada es sede de las familias más conservadoras del país, León la más activa políticamente, y  Managua cuenta con el mismo modelo urbanístico que otras capitales del continente a favor del vehículo privado.

Sus índices de mortalidad —que también comparte con bastantes estados americanos— son muy elevados, sobre todo entre los sectores sociales más deprimidos económicamente. Son consecuencia de su precario estado de salud y de la violencia a la que ya he aludido. Ninguna de las cuales afecta al restringido club de los más ricos.

Tanto en Nicaragua como en otros países latinoamericanos, las dictaduras «formales» tienden a desaparecer por no ser «políticamente correctas»—, pero son sustituidas por estructuras escasamente democráticas al servicio del neoliberalismo, que se obstina en no «mutar» a formas socioeconómicas más «postcapitalistas».

Un aspecto paradójico relacionado con la muerte es la paranoia con la que en dichos países se persiguen los abortos. Persecución que promueven los sectores más conservadores, laicos y eclesiales de distintas confesiones, que no aplican el mismo esfuerzo a la hora de exigir una mejora en las condiciones de vida de los más deprimidos.

Mi paso por El Salvador me conmocionó más que Nicaragua, puesto que la relación con sus habitantes fue mayor y más intensa. Gracias a una ONG amiga, contacté con gente admirable y recorrí todo el país con un guía excepcional, Moisés, un ex comandante guerrillero del FMLN1. Debía de conocer, incluso a ciegas, todas las carreteras, barrancos, matorrales y senderos de su tierra, ya que vivió una prolongada guerra civil —12 años de «conflicto», como lo llaman sus habitantes— en la selva. Perdió mujer, hermanos y la poca salud con la que nació.

También en El Salvador conocí a María Isabel, la monja que sacó de su residencia los cadáveres de monseñor Ellacuría y otros jesuitas asesinados. Casi le costó la vida a ella, porque al día siguiente los asesinos de los religiosos —un pelotón del batallón Atlácatl— se presentaron de nuevo para matar a testigo tan «peligrosa». Se salvó porque se equivocaron de portal. Ella misma, a la que me une una buena amistad, trabajó junto a monseñor Romero hasta que fue asesinado.

Pese al tratado de paz firmado, la esperanza duró poco, porque la vieja oligarquía no estaba dispuesta a ceder; así que los pocos avances que se implementaron durante la etapa progresista se han perdido por el camino.

En El Salvador constaté de manera punzante que la vida humana pierde todo su valor ante la violencia. Durante mi estancia en la capital, cuando llegaba la noche, oía de continuo estruendos que procedían de los cohetes de Navidad y tiros de pistola. A la mañana siguiente, Moisés y otros trabajadores de la sede llegaban hablando del número de «caídos» en el barrio la noche anterior.

La violencia es uno de los motivos por los cuales los pobladores centroamericanos intentan llegar al «paraíso» anglosajón, donde últimamente también abundan las muertes violentas; como ya sabemos,  los asesinatos masivos de carácter racista en EEUU han aumentado en proporción directa a los discursos de su presidente. La migración al «edén» blanco y rubio costaba ya una fortuna en 2008: había que pagar  6.000 dólares a una «mula», nombre con el que se conoce a quien los pasa por la frontera de México. Dada la situación actual en los EEUU, han empezado a valorar otros destinos, como Australia o el Canadá, aunque el primero ya está «copado» por asiáticos y en el segundo hace demasiado frío para los latinos.

En una de mis excursiones con Moisés, le pregunté por qué estaba tan obsesionado por emigrar al país de los gringos.

—Fui uno de los albañiles que construyó la embajada de EEUU en San Salvador y me dije que un país que construía bunkers a prueba de bombas nucleares me protegería —respondió.

No estoy tan segura de que hoy siga creyendo lo mismo.

En Guatemala también viví situaciones de extrema violencia; la más flagrante, estaba relacionada con el enfrentamiento entre el ejército y los cárteles mexicanos de la droga al norte del país. Si bien es cierto que pude constatar ese enfrentamiento, también viví los ataques que el mismo ejército aplicaba a sus indígenas para obligarlos a abandonar el territorio en el que llevaban viviendo centenares de años, información de la que ningún medio de comunicación internacional daba noticia. Por cierto, dicha «migración forzada» estaba relacionada con la construcción de una «mega-autopista» en la que una de las empresas constructoras participantes era propiedad de uno de los bancos españoles más poderosos.

Esta violencia endémica es resultado de un «combinado» elaborado con varios ingredientes letales: nuestra impronta colonizadora —«por Dios y por el rey»—, una tradición totalitaria adobada con torturas, masacres y genocidios a manos de escuadrones de la muerte que sirven a grandes propietarios y «tentaculopolios», la corrupción institucionalizada, la droga y algún otro aditamento. Cóctel tan explosivo le mantiene el monte desbrozado a neoconservadurismo y neoliberalismo, que desde siempre han jugado con las cartas marcadas contra las democracias en pañales. Un aspecto sobre el que deberíamos reflexionar es por qué viran hacia la derecha sectores humildes de la población cuando siempre habían votado a la izquierda.

De vuelta, reflexiono acerca de lo que he visto y vivido en el último país visitado y emerge ante mis ojos una alambrada de espinos invisible aunque «real» que pone a un lado a explotadores y turistas ignorantes y, al otro, a explotados. A estos segundos solo les queda la esperanza de no morir de un tiro en casa o en la calle —aunque sí de un tiro blanco de escopeta racista—, de hambre camino del «paraíso» o a las puertas de un huracán, cada vez más frecuentes a causa del cambio climático.

Pepa Úbeda
Artículo publicado en Revista Sur

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