Netanyahu tiene un plan
El primer ministro israelí necesita mantenerse en el poder, asegurar su victoria en las próximas elecciones y evitar rendir las cuentas que tiene pendientes por corrupción
Igual que Monk Eastman, –aquel infame de la Historia universal de la infamia del maestro Jorge Luis Borges– que, tras promover el 8 de septiembre de 1917 un desorden en la vía pública, resolvió participar en otro desorden y se alistó al día siguiente en un regimiento de infantería rumbo a la primera guerra mundial, Benjamin Netanyahu sabe lo que hace, no es un loco ni un insensato; es un criminal con un plan.
Seguramente hastiado de contar los enemigos muertos por unidades y decenas, se ha apuntado al desorden al por mayor y prefiere contarlos por centenares o miles y acabar más rápido. No actúa por locura, frivolidad o estupidez. Como todos los villanos con oficio despliega una táctica estudiada y sabe perfectamente por qué y para qué.
En esta estrategia de desorden marginal creciente que implementa el primer ministro israelí, con la complicidad cínica y tremendamente práctica de esto que nos hacemos llamar el mundo libre, el tamaño del enemigo va medrando conforme crece y se extiende de manera masiva la violencia del ejército israelí. La regla resulta inversamente proporcional. Cuánto más grande es el enemigo, más comprensivas son las condenas, menos grave parece el genocidio y –por qué no decirlo– mayor es el negocio. Mientras vuelan los misiles cada vez más lejos y cada vez más alto, se disparan el valor de la gran industria armamentística o las grandes petroleras y escala más arriba el precio de petróleo. Nada como una buena guerra lejana para salir de cualquier recesión.
El genocidio palestino de Gaza se encubre convirtiendo a Hezbolá en el enemigo a batir y al Líbano en otro nuevo infierno de túneles repletos de bombas y escudos humanos que no queda otro remedio que arrasar porque Israel tiene derecho a defenderse. Pero hace ya muchas lunas que dejamos atrás la frontera de la legítima defensa. Ahora, justo cuando ni la maldad extrema de Hamás parecía poder justificar la carnicería indiscriminada en Palestina, Netanyahu nos sirve en bandeja otro malo perfecto, apto para todos los públicos y todas las excusas.
Antes de que la invasión del sur del Líbano empezase a recordar demasiado a la reciente invasión del sur de Gaza, que tampoco iba a ser una invasión de verdad y jamás se adentraría más allá del sur, Netanyahu había ordenado un par de asesinatos de Estado contra altos mandos iraníes para buscarse ese malo aún más grande, más temible y más lleno de posibilidades. Sabía que sería difícil que el régimen iraní evitara esta vez contestar sin poner en serio riesgo su propia estabilidad; no se equivocaba.
Irán sirve ahora a Netanyahu para silenciar el sufrimiento de los libaneses, igual que Hezbolá ha valido y vale para enmudecer el sufrimiento de los palestinos. A un mes de las elecciones en Estados Unidos, con la Unión Europea acongojada solo con imaginar qué significaría el triunfo de Donald Trump en el frente ucraniano, nadie en su sano juicio se va a exponer a ser señalado por el gobierno de Tel Aviv como amigo de los ayatolás. Por si quedaba alguna duda, ahí tienen al secretario general de la ONU, António Guterres, convertido por abrir la boca en un paria al que no permiten ni siquiera entrar en Israel.
El primer ministro israelí sabe que tiene licencia para matar al menos hasta noviembre. El objetivo parece consistir en causar el mayor daño posible a la capacidad operativa y organizativa de sus enemigos, mientras se va limpiando el terreno para una más que probable expansión territorial o una ampliación de sus franjas de seguridad.
Netanyahu necesita ganar esta guerra o que lo parezca antes de noviembre si quiere asegurar el objetivo primario que guía sus decisiones: mantenerse en el poder, asegurando la victoria en las próximas elecciones cuando le convenga convocarlas, y evitar rendir las cuentas por corrupción que tiene pendientes ante la misma justicia a la cual había pretendido maniatar mucho antes de que empezase esta matanza. La manera más segura de ocultar un crimen siempre ha sido desatar una guerra que lo esconda.
Antón Losada
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