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Niños rusos en España

Aunque mi amiga Mercedes tiene 90 años, se maneja bien con el móvil. Hoy me ha llamado a las siete de la mañana para pedirme que escribiera un artículo acerca de los niños rusos que viven en España, y no he podido negarme. Nunca puedo hacerlo cuando se trata de niños maltratados, en quienes las huellas de las vejaciones nunca terminan de desaparecer.

—Ya sabes lo que dicen los anglosajones —me informa.  —“No news, good news”, que traducido al español, viene a significar, más o menos, que “es una buena noticia que no haya noticias”, si bien tú sabes que eso no es cierto; o no siempre, al menos. Con frecuencia, los políticos y los medios de comunicación afines al poder silencian hechos, que es conveniente que la gente conozca —añade.

Tiene razón mi amiga Mercedes, aunque yo añadiría que, no solo se ocultan noticias clave, sino que también se miente mucho. Pero déjenme que, antes de hablar de niños rusos acosados, les hable de mi amiga Mercedes.

Hace muchos años  —la madrugada del 13 de junio de 1937, cinco días antes de que Bilbao cayera en manos de las tropas franquistas—, un barco zarpaba de Santurce. Había venido a recoger a los hijos de aquellas familias que temían por sus vidas tras los ataques del ejército sublevado contra la República y sus aliados nazis y, como colofón, el bombardeo de Guernica por la aviación alemana. Mi amiga Mercedes tenía entonces 6 años y subió a un barco llamado Habana con su hermano F, unos pocos años mayor. Su padre vasco y su madre catalana tenían tres hijos. F estaba muy delicado de salud y, además de las bombas, había llegado el hambre. Como la situación pintaba francamente mal en el País Vasco si se quedaban, los padres decidieron aceptar la invitación del gobierno ruso de enviarlos hasta que todo pasase y solo se quedaron con el menor, porque era demasiado pequeño para dejarlo ir. Por el bien de aquellos niños, habían decidido sacrificarse, aun a sabiendas de que, quizás, nunca más volverían a verlos, como así ocurrió. Mi amiga Mercedes —entonces Merceditas— no quería separarse de sus padres, pero su hermano le suplicó que lo acompañase. Incluso  amenazó con quedarse si ella no se iba con él; así que la niña, a pesar de su corta edad, aceptó y, como sus padres, se sacrificó por F al marcharse con él.

Aquellos dos niños, junto con otros niños españoles enviados a la URSS, fueron muy bien recibidos en Rusia. Incluso intuyo que, para suavizar la terrible experiencia que acababan de vivir, recibieron el espléndido regalo de unas vacaciones estivales en una población a orillas del Mar Negro, un auténtico paraíso y vieja colonia griega. Sin embargo, la invasión alemana los pilló en Leningrado, aunque el gobierno ruso se apresuró a trasladarlos a los Urales. A pesar de las inmensas penurias y terrores que padecieron a lo largo de la guerra, sobrevivieron, si bien F no superó su enfermedad y murió unos años más tarde.

Mercedes se quedó en Rusia, estudió en el Instituto de Finanzas de Moscú y se casó con un letón, con quien tuvo dos hijas, que también estudiaron y se casaron allí. Sin embargo, tras la caída del Muro de Berlín, acabó por volver a España donde se estableció definitivamente. Con ella vive su hija menor, mientras que la mayor se asentó en los EEUU, donde trabaja como investigadora científica.

La hija de mi amiga Mercedes trabaja en el Consulado Honorario Ruso de una ciudad española, donde todo el personal es español, incluido el cónsul. Su trabajo es de carácter administrativo y, además de gestionar los intercambios comerciales, facilita la vida de los rusos que visitan como turistas la comunidad autónoma donde se erige el Consulado o residen en ella. De ese modo, aligeran el trabajo de la Embajada de Rusia en Madrid y del Consulado General de Rusia en Barcelona.

Como no sé si la situación que narraré a continuación se ha generalizado por todas partes, me limitaré a indicar someramente los avatares relatados por la hija de mi amiga en su lugar de trabajo. Así, a partir del segundo día de la invasión de Ucrania por Vladímir Putin, empezaron los problemas para el personal y los visitantes del Consulado Honorario, pues se inició por parte de algunos grupos humanos una persecución desproporcionada, cruel e irracional hacia ellos. Llegaron a tal calibre los insultos y amenazas mediante llamadas telefónicas y correos electrónicos, que las autoridades españolas tuvieron que situar un vehículo de la Policía Nacional a las puertas del edificio a fin de proteger el Consulado.

Por otro lado, por ellas he sabido que la población rusa, en general, ni quería que esta guerra se iniciase ni tampoco participar de forma directa como combatientes. Ciertamente, muchos de ellos aborrecen al actual gobierno, pero poco pueden hacer desde dentro, por la persecución de que son objeto, o desde fuera por la falta de medios.

No obstante, esta mañana mi amiga Mercedes me ha llamado para pedirme que hablase de cómo se sienten los niños rusos que viven en España desde que se inició el conflicto.

—Pepa, tienes que hablar de ellos —insiste. Los niños rusos, como los niños ucranianos, no son culpables de esta guerra, pero la televisión la radio, los periódicos, las ONG… solo hablan de los niños ucranianos. Sí, ya sé, me dirás que tampoco hablan de los niños sirios, palestinos, iraquíes, libios, afganos y tantos más… pero ahora me duelen esos niños rusos que viven en España. Muchos de ellos han nacido aquí y nada saben de los motivos de esta guerra ni de por qué no somos capaces de detenerla, pero, mira, no puedo olvidar que sus abuelos nos acogieron a mi hermano y a mí sin preguntarnos por qué íbamos allí ni nos abandonaron cuando Hitler los invadió. Habla, por favor, de ellos. De su sufrimiento a causa de la persecución de que son objeto por sus compañeros de clase y por los padres de esos compañeros. Del terror que sienten cada mañana al salir de casa camino de la escuela, donde son recibidos con insultos, amenazas y palizas; también al volver, perseguidos por cuadrillas de niños que continúan acosándolos.

Tiene razón mi amiga Mercedes; nadie habla del sufrimiento que los niños rusos que viven en España tienen que soportar. ¿Ocurrirá lo mismo en otros países occidentales?

La hija de mi amiga Mercedes trabaja ahora, casi a escondidas y con mucho sigilo, en el Consulado Honorario. Ella y sus compañeros intentan aliviar las crecientes dificultades con que se tropiezan las familias rusas que viven en nuestro país. Como todas esas personas, también los empleados del Consulado tienen miedo, a pesar de ser españoles, porque el fanatismo y el odio no tienen oídos para escuchar ni ojos para percibir nada que no sea lo que procede de televisiones, emisoras de radio y prensa contrarias a los intereses de Vladímir Putin. Todos los medios —los políticos también— han unido en un matrimonio indisoluble a un solo hombre con un pueblo entero, perseguido cuando protesta contra la guerra en su propio país y que desea —como muchos de nosotros— que esta maldita guerra acabe de una puñetera vez.

Pepa Úbeda

 

 

  1. Diego b. Escriva' Says:

    Conmovedor, al tiempo que gran visión.
    Conozco alguna persona que ya murió, pero que siempre hablaba de lo bien que fueron tratados los españoles-rusos.

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