No le digas a nadie que soy periodista
Mis disculpas por empezar hablando de mí, pero necesito poner el contexto. Era yo una becaria de veintipocos años en la redacción de Diario 16 de los años ochenta, cuando recibí la primera señal que me alertó de que aquí algo no estaba bien. Pedro José Ramírez hacía solo uno o dos años que era director del periódico. Llegó procedente de ABC y bien adiestrado por Luis María Anson. Así, sin tilde, que es como les gusta ahora a los antiguos Ansón.
Sería principios de septiembre o finales de agosto, cuando Pepe Oneto y su flequillo volandero entraron por aquellas puertas amarillas abatibles que daban entrada a la redacción. Saludó efusivamente al primero que se encontró, al jefe de internacional; creo recordar que por aquel entonces era Fernando Jáuregui, pero, la verdad, hablo de memoria y no modifica el relato que fuera él o cualquier otro. Yo era la “niña de teletipos”, y justo en el momento del encuentro estaba en esa sección de internacional dejando los teletipos que debía repartir por toda la redacción.
Oneto, director de Cambio 16, acababa de llegar de Mallorca, porque allí se movía la jet pija-política-periodística, revoloteando alrededor de los reyes para ver si pillaban cacho en la foto. Todos los periódicos dedicaban diariamente unas páginas de sus suplementos veraniegos a informar a la plebe de los movimientos y detalles de la buena vida que se pegaba la familia real cenando, paseando, navegando… y hasta allí desplazaban los medios a fotógrafos, redactores y columnistas para informarnos de lo bien que se lo pasaban. “Don Juan Carlos ha cenado con amigos en Puerto Portals”, “Doña Sofía visita el mercadillo de Palma”, “Su Majestad participa en una regata”, “Sus Majestades regresan de navegar”, “La reina pasea por Mallorca un sencillo look”, “El príncipe sale con amigos”, “Las infantas van de compras”… gilipolleces de este tipo.
El saludo que cruzaron Oneto y Jáuregui (u otro) fue más o menos así:
-¡Pepe! ¿Qué tal por Palma?
-Bien, muy bien… [siguió un poco de conversación intrascendente]… pero el otro día, medio en broma medio en serio, se me mosqueó Juan Carlos… [se notaba que estaba deseando contarlo]
-Anda… ¿Y eso?
-Pues nada, una tontería… que estábamos tomando algo en el Náutico, me puse a hablar con Marta… así, en plan divertido… y enseguida apareció Juan Carlos y me dijo “Hombre, Pepe, que entre bomberos no nos pisamos la manguera”. Lo dijo en broma, pero se le notaba un poquito mosqueado.
La charla continuó por otros derroteros que ya no me interesaban y aparté la oreja. No entendí nada de lo que había querido decir Oneto, pero quería entenderlo. Ahí había chicha. Fui a buscar a la redactora de Cultura Ana García Rivas, una de las personas que más me ayudó a aprender en aquella etapa de becaria y con la que tenía más confianza, y le trasladé aquella conversación para ver si ella sabía de qué iba. “¿Marta? Pues qué Marta va a ser… Marta Gayá, la amante del rey, la conoce todo el mundo”, fue más o menos su respuesta. “¿Y ya está?”, repliqué. “¿Eso es normal?”, insistí. “¿Nadie cuenta que el rey, casado y con hijos, tiene una amante?”, reclamé. “Uy… si solo fuera una…”, remató la compañera.
Y me caí del guindo.
¿El rey tenía varias amantes, todo el mundo lo sabía y nadie lo contaba? Pues claro que nadie lo contaba… estúpida. Juan Luis Cebrián, Pedro José Ramírez, Luis María Ansón (por aquel entonces con tilde) y demás directores de periódicos y radios eran “señores” perfectamente informados, pero a quienes les debía parecer muy meritorio la doble moral de su católica majestad el jefe del Estado cuando acudía a misa con Sofía luciendo el mismo desparpajo que cuando salía a cenar con Marta. Su intimidad y sus sinvergonzonerías estaban a salvo gracias a los periodistas que protegían la figura del rey. Los lectores tenían más que suficiente con saber cuándo subía y bajaba del Bribón o cuando iba y venía con el Fortuna (se han mofado de los españoles hasta con los nombres de sus embarcaciones).
Aquel fue mi primer chasco periodístico y todavía no había pasado de tercero de carrera, porque los dobles turnos en teletipos me tenían absorbida y feliz.
Acabé entendiendo con el paso de los años, y siendo ya redactora, que los borbones eran intocables y que gracias al servilismo de toda la prensa y sus periodistas cortesanos podían permitirse el lujo de ser en este país lo que aún hoy continúan siendo: unos figurines tan carísimos como carentes de la mínima utilidad política y social.
Afortunadamente, en 40 años de oficio nunca me ha tocado cubrir Casa Real (me hubiera negado hasta donde me lo hubiera permitido mi situación laboral en ese momento) pero de lo que estoy segura es de que, de haberme visto obligada a ello, mis informaciones habrían sido gélidas y muy alejadas del empalagoso tratamiento que aún hoy dispensan redactores y redactoras cuando sienten el honor de que se les para ante el micro o la grabadora la ciudadana Ortiz, el defraudador Juan Carlos o a la prevista continuadora del negocio si los dioses y la democracia no lo impiden, la heredera Leonor.
Pese a que tuve la suerte de no tener que ocuparme de esas informaciones zarzueleras, sí me ha tocado cruzarme con los borbones; a veces por casualidad, y a veces porque, previa ingesta de un estabilizador estomacal, he tenido que acudir sin más remedio porque el ex, Juan Carlos, tuvo que entregarme el Premio Rey de España de Periodismo.
Otra ocasión en la que tuve que coincidir, sin quererlo, con el por entonces príncipe fue en un bar llamado El Latino, en la calle Augusto Figueroa, en Madrid -el que luego pasó a ser La Bardemcilla- y en donde nos reuníamos de vez en cuando algunos periodistas después del cierre de la edición de Diario 16. Una noche, dos tipos altos, de traje y con pinganillos en las orejas entraron y preguntaron por el responsable. Miguel Ángel se presentó y, siguiendo instrucciones, les guio por todo el bar, desde la cocina hasta los aseos. Inspeccionaron todo, localizaron una mesa en un rincón y dieron aviso de que Felipe ya podía entrar. Felipe entró con una muchacha, se tomaron algo, los demás estuvimos vigilados y, al rato, se fueron. No solo les pagamos las copas, pensé, es que encima vienen a tomárselas donde nos las tomamos los demás. Y además, montando un numerito con agentes de seguridad y molestando a la clientela. Lo primero que se oyó en El Latino nada más salir toda la tropa real fue a un cliente decir “Valiente gilipollas…”. Aquel bar no fue una buena elección.
Todos los encuentros, casuales o forzados, y las informaciones recopiladas en estos últimos 40 años solo me han reafirmado en la inmerecida posición de esta familia, en el insulto que suponen sus privilegios, en sus constantes pifias y en su pésimo saber estar. Si a ello añado mi gusto por la historia y mi especial interés por las monarquías y las religiones (dos asuntos inseparables dadas las interesadas alianzas del trono y el altar) he creído necesario leer mucho sobre borbones y curas para intentar entender por qué demonios seguimos cargando con una dinastía desprestigiada en Europa desde el siglo XIX, que aparece y desaparece como el Guadiana por sus continuas corruptelas y que desde hace 180 años no ha traído ningún beneficio a la nación. Al contrario.
Mi única intención con esta colaboración que inicio hoy en Público es compartir todo lo que he aprendido sobre los borbones y cómo he ido conociéndolos. Estoy convencida de que si los ciudadanos de este país hubieran sido debidamente informados sobre los abusos cometidos y las mentiras que nos han trasladado los miembros de esta dinastía y su cómplice eclesiástica en el último siglo y medio, España sería un país progresista, republicano y laico y con una sana separación Iglesia-Estado.
A mantenernos en la ignorancia que nos sitúa más en el plano de súbditos que en el de ciudadanos, se ha contribuido y se contribuye desde la enseñanza y, lamentablemente y lo que más me avergüenza, desde el periodismo.
De ahí esa sentencia atribuida al escritor Tom Wolfe y con la que, con asuntos como los borbones, me identifico plenamente: “No le digas a mi madre que soy periodista, ella piensa que soy pianista en un burdel”.
Nieves Concostrina
Publicado en Público