No se quema la cultura
Aunque la tristeza nos enturbie el arco iris, aunque la amargura nos oprima el corazón, aun así, tenemos que recordar a Alejandra Soler, que falleció en la madrugada del pasado 1 marzo, habiéndonos regalado 103 años 7 meses y 20 días de vida, con una honesta lucidez y una generosa bondad hasta el final.
Hablar de Alejandra Soler es hacerlo de la historia contemporánea. No solamente su paso por la dictadura primorriverista, la época republicana, la guerra civil española, los campos de concentración franceses, la Segunda Guerra Mundial, el largo exilio y su regreso como apátrida todavía en la dictadura. También significa recordar a protagonistas culturales y sociales con los que trabó relaciones y amistad en muchos casos, como Pablo Neruda, Rafael Alberti y María Teresa León, Ilya Ehremburg, Artur London, Dolores Ibárruri, Irene Falcón, Constancia de la Mora, Ignacio Hidalgo de Cisneros, Antonio Cordón, Manuel Tuñón de Lara, Emili Gómez Nadal, Josep Renau, Manolita Ballester, Ricardo Muñoz Suay y un inacabable listado de personas. Por ello, tal vez, no era cierto totalmente cuando Alejandra se quejaba de que Franco había truncado su deseo de haber sido historiadora e investigadora en la universidad, pues escribió y nos dejó el libro de la Historia en su larga vida.
Alejandra Soler nació en Valencia el 8 de julio de 1913. Asistió en su primera educación a la Institución Libre de Enseñanza, luego pasó a estudiar el Bachillerato en el Instituto Luis Vives de Valencia, donde se apuntó a la FUE, combativo y más numeroso sindicato estudiantil de la época. Más tarde cursó la carrera superior de Filosofía y Letras sección de Historia en la Universitat de València.
Cuando fue proclamada la II República en España, y aprobada la ley del divorcio, se divorciaron sus padres, y ella, aunque llevándose bien y queriendo a su madre y a su padre, optó vivir con su padre, que estaba empleado en las oficinas de la Compañía Electra de Valencia. Emilio Soler fue elegido por sus compañeros de trabajo como presidente del comité de control sindical al frente de la empresa durante la guerra. Sin embargo, y a pesar de su buena gestión, sufrió varios años de cárcel en San Miguel de los Reyes al acabar la guerra civil.
Estando en la universidad, Alejandra se afilió al PCE, siendo sus introductores José Antonio Uribes y Vicente Sánchez Esteban, y trabó relaciones sentimentales con Arnaldo Azzati, con quien se casó en noviembre de 1936. El padre de Alejandra se apuntó a una cooperativa de viviendas que edificaron unas casitas en el camino del Grao en Valencia, con planta baja y piso con jardincito delante y otro pequeño espacio trasero. La suya miraba hacia el mar. Y allí vivió Alejandra con su padre, y más tarde se incorporó Arnaldo.
Terminó sus estudios y empezó a preparar la tesis doctoral con el profesor José Deleito y Piñuela, catedrático de Historia que sería depurado después de la guerra. El tema de estudio era las similitudes y diferencias entre los Comuneros de Castilla y las Germanías de Valencia. Aquella tesis iniciada y sus libros estaban en la biblioteca de la casa de Alejandra ya nombrada. Había un libro entre todos aquellos depositados en los estantes que estaba escrito por Juan Gil Albert. ¿Cómo llegó a casa de Alejandra ese libro?
Un grupo de estudiantes de Letras de la Universidad de Valencia, chicas y chicos compañeros de la FUE y la mayoría también del PCE, se reunían en el café Lion d´Or. Allí debatían de arte, cine, filosofía, literatura, marxismo, historia, y por supuesto de política. Un día a la semana, solían ser los miércoles, eran acogidos en su casa por el escritor Juan Gil Albert, más mayor que ellos, que les invitaba a café y conversaban también de todos los temas. En una de esas tardes, salió a relucir el libro escrito por Gil Albert La fascinación de lo irreal. Alejandra dijo que no lo conocía y que lo tenía que buscar y comprárselo. Entonces, Gil Albert desapareció del salón, regresando al cabo de un momento con el citado libro, que le regaló con una dedicatoria: «Con un saludo cordial de compañero. Gil Albert, 1934. Para Alejandra Soler». Y aquel libro destinado a hablar de la belleza estaba entre los otros libros y junto a la incipiente tesis doctoral de Alejandra en su casa.
Participó Alejandra, responsable del sector Mujer en el comité provincial del PCE de Valencia, como oradora en los mítines en defensa de las candidaturas del Frente Popular, y dio clases de Geografía e Historia en el Instituto de Tarrasa. Hacia el final de la guerra, pudo salir en el último momento de Barcelona, ya entrando las tropas franquistas en la capital catalana. Cruzó a pie los Pirineos, junto a muchos otros republicanos españoles, entrando en Francia. Después de pasar por campos de concentración franceses para los republicanos españoles, y tras muchos avatares llegó a la URSS, donde se reencontró con su marido Arnaldo.
Allí, como profesora al cuidado de una colonia de niños españoles evacuados por la guerra civil, vivió la guerra mundial, saliendo ilesa del sitio y la batalla de Stalingrado. Permaneció en el exilio ruso, dedicada a la enseñanza, como jefa de la cátedra de lenguas romances en la Escuela de Diplomacia de la Universidad de Moscú, y ocasionalmente traduciendo textos ruso/español, hasta 1971, cuando el régimen de Franco les autorizó a volver a España, pero como apátridas.
Al finalizar la guerra civil en España, una patrulla de falangistas fue a detenerla, como joven dirigente de las mujeres republicanas y de izquierdas que apoyaron al Frente Popular. Al no estar ni ella ni Arnaldo en casa, aquellos falangistas tiraron todos sus libros y papeles en un montón en el jardincillo delantero de la vivienda y le prendieron fuego: fue una hoguera de letras. Allí pereció también su inconclusa tesis doctoral.
Después de muchos años, y ya instalados de nuevo en Valencia, Alejandra y Arnaldo, en tiempos de la democracia un día apareció en su casa de visita un sobrino nieto que le regalaba un libro encontrado en una librería de ocasión. Y Alejandra, en principio, no lo consideró algo extraordinario por la cantidad de libros que tenía en su biblioteca. Pero su sobrino le dijo: «Míralo bien que es especial para ti». Al tener el libro en las manos y verlo, era La fascinación de lo irreal, de Juan Gil Albert, dedicado a Alejandra Soler por su autor. Aquel ejemplar que le regaló aquella tarde de 1934. ¿Cómo se salvó ese libro de la pira? ¿Qué manos lo sustrajeron para la vida? ¿Dónde estuvo en todos esos años?
Cuando en el silencio de las noches, rodeado de libros, escuchamos el murmullo que desprenden sus páginas y nos sobrevuelan las palabras, sabemos que no se quema la cultura.
Buenaventura Navarro
Artículo publicado en Levante emv