Nos estamos muriendo de hambre

Huda Abu Al-Naja, de 12 años, recibe tratamiento por desnutrición en el Hospital Nasser de Gaza, el 25 de junio de 2025. / Doaa Albaz (ActiveStills)
Mi cuerpo se está derrumbando. Mi madre está colapsando por el agotamiento. Mi primo se juega la vida cada día por un poco de ayuda. Los niños de Gaza están muriendo ante nuestros ojos y no podemos hacer nada para ayudarlos
Tengo tanta hambre.
Desde mayo pasado, después de que me obligaron a huir de mi casa ya refugiarme con familiares en el campo de refugiados de Khan Younis, he oído esas mismas palabras en boca de innumerables personas a mi alrededor. Aquí, el hambre se siente como un ataque a nuestra dignidad, una cruel contradicción en un mundo que se enorgullece de su progreso y su innovación.
Cada mañana, nos despertamos pensando solo en una cosa: cómo encontrar algo para comer. Mis pensamientos se dirigen inmediatamente a nuestra madre enferma, que fue operada de la columna vertebral hace dos semanas y ahora necesita alimentarse para poder recuperarse. No tenemos nada que ofrecerle.
Luego están mi sobrina Rital, de 6 años, y mi sobrino Adam, de 4, que piden pan todo el tiempo. Y los adultos intentamos soportar nuestro propio hambre para guardar las migajas que conseguimos para los niños y los ancianos.
Desde que Israel impuso un bloqueo total sobre Gaza a principios de marzo (que solo se suavizó ligeramente a finales de mayo), no hemos probado la carne, los huevos ni el pescado. De hecho, hemos prescindido de casi el 80% de los alimentos que solíamos comer. Nuestros cuerpos se están deteriorando. Nos sentimos constantemente débiles, desconcentrados y desequilibrados. Nos irritamos con facilidad, pero la mayor parte del tiempo nos quedamos callados. Hablar consume demasiada energía.
Intentamos comprar cualquier cosa que haya en los mercados, pero los precios son cada vez menos accesibles. Un kilo de tomates cuesta ahora 90 secuelas (más de 25 dólares). Los pepinos cuestan 70 secuelas el kilo (unos 20 dólares). Un kilo de harina cuesta 150 secuelas (45 dólares). Estas cifras nos parecen escandalosas y crueles.
Sobrevivimos con una sola comida al día: normalmente solo pan, hecho con la harina que conseguimos encontrar. Si tenemos suerte, el almuerzo puede incluir un poco de arroz, pero ni siquiera eso nos llena. Intentamos apartar un poco de comida para mi madre, quizás algunas verduras, pero nunca es suficiente. La mayoría de los días es demasiado débil para mantenerse en pie, demasiado agotada incluso para rezar.
Ya casi nunca salimos de casa, por miedo a que nos caigan las piernas. A mi hermana ya le pasó: mientras buscaba en la calle algo, cualquier cosa, para dar de comer a sus hijos, se derrumbó de repente en el suelo. Su cuerpo ni siquiera tenía fuerzas para mantenerse en pie.
Empezamos a darnos cuenta de la gravedad de la crisis alimentaria cuando el panadero Abu Hussein, conocido por todos en el campamento, comenzó a reducir su actividad. Horneaba para docenas de familias al día, incluida la nuestra, porque ya no tenemos gas ni electricidad para cocinar. Desde la mañana hasta la noche, sus hornos de leña no paraban de funcionar.
Pero ahora trabaja cada vez menos días a la semana. Mi hermana llegaba a casa y decía: “Abu Hussein ha cerrado. Quizás mañana trabaje”. Ahora, conseguir masa y harina se ha convertido en un suplicio.
Tres generaciones de hambre
En el campamento, comprendí la verdadera crueldad de este genocidio: el hacinamiento asfixiante, la masa de refugiados expulsados de sus hogares y las interminables historias de hambre.

Una mujer palestina desplazada alimenta a unos niños en Al-Mawasi (Gaza), el 13 de julio de 2025. / Doaa Albaz (ActiveStills
Actualmente me alojo en casa de mi tía, que nos acogió después de que fuéramos desplazados y nos ha dado cobijo durante los últimos dos meses. Como casi todos los edificios del campamento, su casa quedó prácticamente destruida por los ataques de Israel. Los hermanos de mi tía trabajaron sin descanso para reparar lo que pudieron y lograron que una habitación fuera habitable.
La casa está llena de nietos, cada uno de ellos luchando contra el hambre. Mi primo mayor, Mahmoud, es padre de cuatro de ellos. Él mismo ha perdido casi 40 kilos en los últimos meses. Los signos de desnutrición son visibles en su rostro pálido y su cuerpo demacrado.
Cada día, antes del amanecer, Mahmoud se dirige a los centros de distribución de ayuda gestionados por Estados Unidos, arriesgando su vida para intentar llevar algo de comida a sus hijos hambrientos. Desde que llegué para quedarme con ellos, me ha contado las mismas historias desgarradoras día tras día.
“Hoy he gateado entre una multitud de miles de personas”, me dijo recientemente, mostrándome una bolsa con restos de comida que había conseguido reunir. “Tuve que recoger todo lo que había caído al suelo: lentejas, arroz, garbanzos, pasta, incluso sal. Me duelen los huesos por las pisadas, pero tengo que hacerlo por mis hijos. No soporto verlos pasar hambre”.
Un día, Mahmoud volvió con las manos vacías. Estaba pálido y parecía a punto de desmayarse. Me contó que el ejército israelí había abierto fuego sin previo aviso. “La sangre de un joven que estaba a mi lado salpicó mi ropa”, dijo. “Por un momento, pensé que era yo quien había recibido un disparo. Me quedé paralizado, estaba seguro de que la bala estaba en mi cuerpo”.
El joven cayó al suelo justo delante de él, pero Mahmoud no pudo detenerse para ayudarlo. “Corrí más de seis kilómetros sin mirar atrás. Mis hijos tienen hambre y me esperan para que les lleve comida”, dijo con la voz entrecortada, “pero no se alegrarán si vuelvo a casa muerto”.
Mi otro primo, Khader, tiene 28 años. Tiene una hija de dos años y su mujer está embarazada. Está consumido por la preocupación por su hijo, que nacerá dentro de dos meses. Su mujer no come bien y él se pasa el día sentado en silencio, atormentado por las mismas preguntas: “¿Esta hambruna perjudicará a mi mujer? ¿El niño que va a dar a luz estará sano o enfermo?”
Su hija de dos años, Sham, llora todo el día de hambre. Pide pan, cualquier cosa que no sea el insípido y pesado arroz, lentejas y frijoles que le han sentado mal y le han provocado vómitos en numerosas ocasiones.
Un día, un amigo de Khader le dio un puñado de uvas para ella. Fue un pequeño milagro. Khader se arrodilló junto a Sham y le ofreció las uvas, pero ella solo las miró, jugó con ellas entre sus pequeñas manos, negándose a comerlas. No las reconocía: en sus dos años de vida en Gaza, nunca había visto uvas.
No fue hasta que su padre se metió una en la boca y sonrió que ella, vacilante, lo imitó. Masticó. Luego se rió.
Cuerpos que se apagan
A menudo me quedo en la puerta de casa, observando a los niños del campamento. Pasan la mayor parte del tiempo sentados en el suelo, mirando fijamente a los transeúntes. Cuando le pido a alguno de ellos que me compre una tarjeta de Internet para poder trabajar o llamar a mi sobrina desde la casa de un vecino, me responden con voces bajas y cansadas. Me dicen que tienen hambre. Que llevan días sin comer pan.
Solo tengo 30 años, pero ya no soy la mujer enérgica que era. Trabajaba muchas horas entre la enseñanza y el periodismo, pero desde que comenzó esta guerra no he tenido un momento de descanso. Hago malabarismos con las agotadoras tareas domésticas –cuidar de mi madre y mi familia– mientras intento seguir documentando y escribiendo sobre todo lo que sucede a mi alrededor.
Sin embargo, desde hace aproximadamente un mes, he perdido la capacidad de seguir las noticias. Mi concentración está decayendo. Mi cuerpo se está derrumbando. Sufro de anemia como consecuencia de llevar meses alimentándome solo de lentejas y otras legumbres. Y desde hace dos días, no puedo tragar debido a una grave inflamación de la garganta, consecuencia de alimentarme a base de dukkah [una pasta hecha a base de semillas] y pimientos rojos picantes para intentar calmar el hambre.
Mahmoud, un fotógrafo de 28 años que trabaja conmigo en reportajes de vídeo, también está pasando apuros. “No he comido nada en dos días, salvo sopa”, me dijo recientemente. “No tengo fuerzas para trabajar”. Nadie las tiene. Trabajar durante un genocidio requiere un nivel de fuerza imposible de mantener. El hambre ha paralizado la productividad de todos los trabajadores de Gaza.
Ayer acompañé a mi madre al Hospital Nasser para una sesión de fisioterapia después de su operación. Por el camino, vimos a decenas de personas que no podían caminar más de unos metros sin tener que descansar. Mi madre estaba igual: sus piernas estaban demasiado débiles para sostenerla. Se sentó en una silla de plástico al borde de la carretera, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban para seguir adelante.
Mientras seguíamos caminando, oímos gritos. Jóvenes de ambos sexos corrían gritando de júbilo: “¡Hay camiones con harina en la calle!” Se había formado una gran multitud. La gente corría desesperadamente hacia los camiones para conseguir una bolsa de harina.
Era un caos. Nadie escoltaba los camiones para garantizar que todos pudieran obtener su parte de forma segura. En cambio, vimos cómo la multitud corría hacia zonas peligrosas controladas por el ejército israelí, solo por la harina.
Algunas personas lograron regresar con bolsas. Otras fueron asesinadas. Vimos cómo se llevaban a hombros cadáveres de personas asesinadas a tiros en los mismos lugares en los que se suponía que encontrarían ayuda para salvarse.

Palestinos transportan a un hombre herido por disparos israelíes mientras intentaba conseguir ayuda alimentaria en la calle Al-Rashid (Gaza), el 16 de junio de 2025. / Yousef Zaanoun (ActiveStills)
18 muertos en 24 horas
Después de la sesión de fisioterapia, salimos del hospital y pasamos junto a mujeres que lloraban por sus hijos hambrientos, que estaban muriendo ante nuestros ojos. Una mujer, Amina Badir, gritaba mientras abrazaba a su hija de tres años.
“Díganme cómo salvar a mi hija Rahaf de la muerte”, lloraba. “Lleva una semana sin comer nada más que una cucharada de lentejas al día. Sufre malnutrición. No hay tratamiento ni leche en el hospital. Le han quitado el derecho a vivir. Veo la muerte en sus ojos”.
Según el Ministerio de Salud de Gaza, el número de muertos por hambre y desnutrición desde el 7 de octubre ha aumentado a 86 personas, 76 de ellas niños. Ayer, informó de que 18 personas habían muerto de hambre solo en las últimas 24 horas. El personal médico organizó una protesta en el Hospital Nasser para pedir la intervención internacional antes de que más personas mueran de inanición.
No pude encontrar un taxi para llevarnos a casa. Mi madre esperaba en la puerta del hospital mientras yo buscaba transporte, pero el combustible es escaso y los taxis son prácticamente inexistentes. Pasé una hora entera intentándolo.
Cuando regresé, me encontré mareada y débil. Me derrumbé. Intenté mantenerme fuerte por mi madre, pero no había nadie más con nosotras. A mi alrededor, veía gente desmayándose por todas partes. Un hombre me dijo: “Si hubiera comida adecuada, tu madre no estaría tan enferma”.
Todos intentamos consolarnos unos a otros en esta hambruna interminable. En Facebook, la gente expresa su ira y escribe un post tras otro sobre la política de hambre impuesta por Israel, que ha puesto a Gaza de rodillas. Ya no podemos hacer las cosas más básicas que la gente de todo el mundo hace cada día. El hambre nos ha despojado de todo.
Ruwaida Amer
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