Personas y personajes
Recuerdo que cuando mi abuela, que nunca había ido al cine, veía en la tele que un actor que había muerto en una película, aparecía a las pocas semanas en otra, nos decía: ¿pero a este hombre no lo habían matado? Los niños de entonces, como los de casi todos los tiempos, nos reíamos de las cosas de nuestros abuelos, sin embargo, con el paso del tiempo el mundo ha cambiado de tal modo que, en lugar de para reír, uno empieza a tener motivos para todo lo contrario.
En efecto, algunos de nuestros abuelos creían que los personajes era personas y, lógicamente, si les golpeaban, los mataban, les tocaba la lotería, o se casaban, pensaban que sus penas y alegrías eran reales. Ahora nos pasa al revés, la prensa, los políticos y hasta los abuelos de ahora, han convertido a las personas en personajes. De modo que en las tertulias familiares y mediáticas, en los debates electorales, en las tribunas parlamentarias, se deshonra, se insulta y calumnia a las personas, como si, al acabar el programa, esas personas de las que se ha dicho que han robado, o se han corrompido, hasta provocar su muerte civil, volvieran a sus casas, y después de saludar a los vecinos en la calle, abrazaran a sus hijos con la misma naturalidad que Michelle Jenner abrazará a sus seres queridos después de que muriera su personaje de Isabel la Católica (espero que esto no se entienda como un espoiler).
A la hora de juzgar a las personas con cualquier tipo de notoriedad pública, nos comportamos como lo hacía Groucho Marx cuando le decía al camarero: “hoy no tengo tiempo para comer, tráigame directamente la cuenta”. Es ver a un personaje público en la pantalla del televisor relacionado con cualquier asunto más o menos escandaloso, para que, prescindiendo de cualquier juicio, los medios de comunicación y quienes los consumimos pidamos directamente la nota, quiero decir, la condena. Me gustaría pensar que esto ocurre porque creemos que las personas de las que hablamos y escribimos son personajes de ficción, porque si no es así, si actuamos a sabiendas de que se trata de seres humanos de carne y hueso, es que tenemos un grave problema moral. O quizá se den las dos cosas al tiempo, la frívola estupidez y la maldad, o cómo diría Arendt, la banalidad del mal.
Probablemente, detrás de esta actitud inquisitorial se esconda la peligrosa idea de que es necesario hacer una injusticia para producir justicia. Recuerdo que un día un amigo politólogo me decía que quizá para recobrar el crédito de la política fuera necesario sacrificar a algunos políticos honestos. A mí me cuesta creer que nada bueno se pueda construir sobre una injusticia. Más bien ese tipo de conductas lo que hacen es degradarnos moralmente. Empiezo a pensar que en la actitud de algunos jueces que tienen el coraje de declarar la inocencia de personas que, antes de ser juzgadas, ya han sido condenadas por los medios de comunicación, por sus adversarios políticos, e incluso por sus propios correligionarios, se encuentra el último reducto de decencia y de esperanza en nuestra vida pública.
José Andrés Torres Mora.
Artículo publicado en el diarios SUR.