Salid y rescatad: el discurso de Pep Guardiola para homenajear a Carola Rackete y Òscar Camps
Esta es la glosa que Pep Guardiola hizo de Carola Rackete y Òscar Camps el pasado martes, cuando los activistas recibieron la medalla de honor del Parlament de Catalunya por su labor de rescate de personas en el Mediterráneo:
Me cogió por sorpresa la llamada de Óscar hace pocos días. Ocho minutos para decir algunas pocas cosas y hablar, sobre todo, de los que hacen las más esenciales, las más urgentes y las más vitales. Las más justas en los momentos más trágicos. Las más difíciles en tiempos complejos. Las más claras en medio de la oscuridad. Las imprescindibles para no tener que morir, en vida y ahogados de vergüenza.
Òscar me dijo que si podía hacer una glosa. Imposible decir que no, pero sin saber qué decir exactamente. Apenas intentar desbrozar las cosas tal como son y de compartiros cómo os veo. Hace muy pocos días escuché a Òscar Camps en Can Basté decir que recibía amenazas de muerte por intentar salvar vidas. Así están las cosas: de mal. Recuerdo uno de sus mensajes de este verano, rememorando cuánto ha llovido ya -¡cuántas guerras, cuántas muertos!- desde la imagen, repetida tantas veces, de aquel niño que se llama todavía Aylan y todavía huye del horror de la guerra en Siria. Desobedeciendo prohibiciones tuiteaba: «No aguantamos más. Levamos anclas y zarpamos. Antes presos que cómplices». Gracias, una vez más, Òscar, por no poder más.
Leí hace nada, la semana pasada, un escrito de Carola. Sé bienvenida, capitana. «Nuestra casa es vuestra casa; si es que hay casas de alguien», como decimos aquí; gracias por todo y gracias por tanto, capitana; por demostrarnos que la solidaridad es y será la ternura de los pueblos y que necesitamos puertos abiertos; y que si no los abren es necesario abrirlos para que la humanidad pueda amarrar; porque no queremos que el futuro -como tan bien dices- se parezca el pasado. Allí decías: «lo que he visto desde el barco en el Mediterráneo permite vislumbrar el futuro de millones de personas, si no actuamos ya»; «me asusta el daño que le estamos haciendo al planeta y la hostilidad contra aquellos que huyen de la sequía, el hambre, los incendios»; «a muchas personas les preocupa hablar de la relación entre migración y crisis climática, porque temen que esto generará xenofobia y políticas más duras; pero la xenofobia y las estrictas políticas de fronteras ya están aquí»; «la pregunta que os hago es la siguiente: ¿qué haréis vosotros ahora?».
La pregunta requiere de respuestas urgentes que están por llegar, pero hoy, al menos, sabemos qué hacemos aquí, en tiempos demasiado extraños, en esta apariencia de normalidad en tiempos que no lo son y en una de las orillas del Mediterráneo, donde desde 1993 han perecido más de 33.597 personas en busca de una vida mejor que nunca llegó. Sí, mientras otros persiguen la solidaridad y criminalizan el socorro, esta casa le reconoce y agradece su labor. Y solo en este gesto está toda la diferencia y un abismo, sabiendo que es un gesto y que todavía habrá que hacer mucho más.
Mirando atrás, la solidaridad es una semilla antigua. Me contaron hace no mucho que en Estados Unidos hubo durante muchos años un ferrocarril subterráneo que nunca dejaba de funcionar. Nadie lo veía, pero cada día pasaba puntual y, entre 1850 y 1860, liberaba esclavos que huían del sur racista. Había todo un argot a escondidas: las estaciones, los enlaces, los transbordos, los maquinistas. Las personas que lo hacían posible. Nadie encontraba aquel ferrocarril ni era capaz de detenerlo. Viajaba cada noche. Era una red solidaria y clandestina que liberó de las garras de la esclavitud más de 100.000 personas afroamericanas. Un ferrocarril subterráneo: esto es lo que necesitamos. A la espera todavía de que pueda ser terrestre y visible, que es lo que nos hace falta. Por eso estamos aquí.
Hoy tendremos que hablar del ayer. Lo peor que se puede decir siempre, en la vida y en todo, es que no hemos aprendido nada. Nada de nada. ‘We refugees’ es un artículo sobrecogedor del 1943, escrito por Hannah Arendt. Cuando este 2019 también nos recuerda el 80 aniversario de nuestro exilio: 500.000 vencidos republicanos de los que 200.000 nunca volvieron. De Argelès a Saint Ciprien a Ravensbrück y Mauthausen. Otros muchos sobrevivieron. Y apenas un 2 de septiembre de 1939, cuando Chile los acogía, llegaba al puerto de Valparaíso aquel ‘Winnipeg’ fletado por Pablo Neruda, con más de 2.200 republicanos a bordo.
Hoy deberíamos hablar del hoy, claro. Entre no dejar entrar y no dejar zarpar hay, quizás, algún matiz verbal, pocas diferencias de fondo y, eso sí y eso seguro, un resultado casi idéntico. Las amenazas de multas millonarias en Italia o en el Estado español, de cerca del millón de euros, ¿no se parecen demasiado? «No hay permiso para rescatar». Lo dijo toda una portavoz de todo un gobierno denegando una vez más la obligación del socorro. «No hay permiso para rescatar» ofende y condensa -como ha recordado la filósofa Marina Garcés- toda la violencia de este mundo. Ofende, también y sobre todo, porque demuestra que desconoce las leyes universales y antiguas del mar, más hospitalarias y éticas, más decentes y humanas, que muchas leyes vigentes en demasiados estados. En alta mar no es un permiso, es un deber mínimo y una obligación imprescindible. Pero escuchar esa frase de un gobierno es algo más que desprecio e indiferencia. Más aún, cuando ya sabemos que desde enero y hasta la fecha el macabro contador ya habla de 928 personas ahogadas.
Cuando la indiferencia define sobre todo a quien la pone, no a quien la padece, en este Mediterráneo que ya es otro muro en un mundo que cada día levanta nuevos muros, sea en México, sea en Calais, sea el Gurugú de Melilla, sea en Hungría, sea donde sea. Hay fronteras que matan; hay silencios que envilecen. Lo más bestia, lo más triste, es que no podemos decir que nada de esto sea nuevo. Convivimos desde hace demasiado, y esto también lo dice todo. En 1995 en Portopalo, Sicilia, se registraron las primeros restos de un naufragio que aún dura y que desde entonces se repite cada día. Durante semanas, y no es ninguna metáfora, los pescadores sicilianos retornaban repetidamente al mar los restos los cuerpos que las redes iban capturando. Todo el mundo lo sabía y pocos lo dijeron. Lo explica el periodista Giovani Bellu a «Il Fantasma di Portopalo». Incluso, más tarde, fantasma tras fantasma de lo que somos capaces de llegar a hacer y consentir, hubo un momento en que el cinismo político llegó a debatir, alrededor de 2013, que los ahogados se les daría la nacionalidad italiana: dar a los muertos lo que se negaba a los vivos. No sé si da más miedo que vergüenza. O las dos cosas.
Y sí, también tenemos que hablar necesariamente del mañana, cuando cada vida cuenta. Contra los Salvini pretendidamente salvadores que hunden el mundo a la deriva, tenemos los que realmente lo preservan y lo refugian. Open Arms, Sea Watch y tantos otros. Las reivindicaciones urgentes no las enumeraré, ya están escritas hace demasiado tiempo -tanto tiempo como llevan desoídas- en este país que por suerte tiene Open Arms, y tiene ‘Stop Mare Mortum’, ‘Tanquem els CIE’, ‘Casa nostra, casa vostra’ y ‘SOS Racismo’. Es demasiado sabido lo que habría que hacer y no se hace: políticas públicas de rescate, garantizar vías seguras para asegurar la vida, desplegar la acogida y garantizar el asilo. Trabajo fuera y trabajo adentro: cerrar los CIE -como ya aprobó este Parlament-, acabar con las devoluciones en caliente o evitar que el racismo cotidiano arraigue en barrios y comarcas. Y también, mirando a nosotros mismos, en tiempo de retrocesos democráticos aquí y allá, saber lo que queda por hacer: tenemos pendiente garantizar el derecho a voto a buena parte del millón de personas que en las últimas décadas, desde 187 procedencias diferentes, han llegado a nuestra casa y a quien se niega ese derecho fundamental. This land is your land, sobra decirlo.
La inhumanidad del momento es la que es, qué puedo que decir que no sepáis. Y, sí, cada vida cuenta. Me gustaría pensar que nunca tendremos que mirar atrás y decir que no hicimos todo lo posible y lo imposible para evitarlo. Quisiera afirmar categórico que nunca cejaremos en la tarea imprescriptible y humanista de la solidaridad, la acogida y la hospitalidad. Y quisiera saber que este partido nunca lo dejaremos de jugar y ganar, que lo jugaremos hasta el final, incluso en tiempo de descuento, porque no lo podemos perder. Perderlo equivale a sucumbir.
Cada vida cuenta y un poeta, en un cuento corto y narración breve, nos lo esclareció: «Un anciano caminaba por una playa de México tras una poco común tormenta de primavera. La playa estaba llena de peces boqueando y abandonados por las olas y el hombre los devolvía uno a uno. Un turista lo vio, se acercó y le preguntó: ‘¿Qué está haciendo?’ ‘Intento ayudar a estos peces’, dijo el abuelo. ‘Pero hay miles en estas playas, devolver unos pocos no sirve para nada’, protestó el turista. ‘A este le sirve’, replicó el abuelo mientras retornaba otro pescado en la mar».
Cada vida cuenta y comienzo a terminar en la ciudad que supo llenar las calles, una calle hecha refugio, en febrero de 2017, en la mayor manifestación de solidaridad con los refugiados, bajo la divisa ‘Queremos acoger’ y ante una Europa que agrieta tan a menudo los valores fundacionales que siempre pregona. Ya he dicho que 2019 deja también en la retina de la memoria el 80 aniversario de nuestro propio exilio. ¿No hemos aprendido nada? En las palabras duraderas de Agustí Bartra he encontrado alguna respuesta de ayer a la pregunta que Carola nos hace hoy y al reclamo permanente de Òscar. Y todo ello, como una pesadilla repetida, parece mentira que tengamos que volver a decir. En su libro Cristo de 200.000 brazos, Bartra acababa afirmando, mitad premonición, mitad augurio:
«Criaturas de la vida y de la fantasía, el azar les buscará caminos y estancias entre los hombres, para los que repetirán incansablemente su devenir en medio de la época sórdida y cruel que les toca vivir y que, en el fondo de sus almas, aceptaron como una exigencia del destino de su tiempo, tan pródigo en hecatombes. Singulares y iluminados, sencillos y prodigiosos en su humanidad, raquíticos dentro de los simulacros de la historia y gigantescos en su ternura y afirmativa conciencia, marchan por la tierra de su propia fábula sin el alboroto de la gloria ni la prisa de los personajes que han de rasgar el aire para proclamar su estatura y trascendencia. Marchan. ¿Hacia dónde? Marchan al encuentro de aquellos que un día fueron como ellos, y de los que un día podrían serlo -y que decididamente lo serán, en el tiempo fragua nuevas lunas aciagas- a fin de ser reconocidos».
Termino, ahora sí, para no quedarnos en fuera de juego, fuera de lugar. Sí, quedan muchos muros para saltar y habrá que gritar todavía muchas veces ‘boza, boza’ -esta expresión que significa renacer y que hemos oído a menudo detrás de cada rescate. Los supervivientes cantan, porque también se canta en el tiempo oscuros: «découragement n’est pas africaine, maman», «tchoko, tchoko, ça va aller, ça va aller». El desánimo no es africano, madre. De alguna manera u otra, todo saldrá bien. Ojalá.
Porque un mundo que no rescata es un mundo que naufraga y donde las sociedades se ahogan. Podríamos decir que, como Antígonas del siglo XXI y sin pedir ningún permiso, reclamáis los derechos de todos los vivos y de todos los muertos a un cuerpo y a una polis. Y es eso lo que os hace imprescindibles.
Capitana Carola, querido Òscar, basta de balones fuera, que la vida no tiene -no debería de tener- fronteras. Ante la inacción y la dejadez, acabo para poder volver a empezar de nuevo, parafraseando al Johan que más quiero:
Salid y rescatad, por favor.
Danke Òscar, moltes gràcies Carola.
Pep Guardiola
Artículo publicado en ElDiario.es