Saltarse la cola
«Hay personas a las que resulta insoportable tener que acatar las mismas normas que el resto de la población y necesitan sentirse mejores que los demás», sostiene Jorge Dioni
Si el turismo no remonta este verano, el Gobierno se plantea sacar las playas a bolsa. La noticia es de El Mundo Today, pero no tengo ninguna duda de que acabará siendo real. Las playas privadas tendrán un nombre aséptico, como zonas de uso preferente o áreas restringidas/sostenibles; y serán precedidas por campañas sobre incivismo y estudios tanto de Ernest & Young como del Instituto de Empresa que demostrarán que un uso limitado evita la degradación de los ecosistemas, previene el cambio climático y puede crear hasta 100.000 empleos, entre directos e indirectos, además de un aumento de un punto del PIB.
Las playas son uno de los últimos reductos de espacio público y abierto. Es un lugar no mercantilizado –salvo la zona de las tumbonas, la de los chiringuitos y la de los hinchables–, al que puede acceder todo el mundo y donde prevalece el civismo, es decir, uno puede hacer lo que le dé la gana, siempre que no toque las narices al resto o lo permita la cantidad de gente que haya.
La privatización da una solución a estos problemas: se pueden reservar espacios o turnos de baño y también se garantiza la limpieza, la comodidad y, sobre todo, la seguridad. Este aspecto siempre es básico. La calle también es un espacio público y abierto y, por eso, se ha extendido el modelo de plaza dura: sin árboles, sin bancos, sin fuentes y, en general, sin más posibilidad que sentarse en una terraza. Consume o apártate. Todo debe crear mercado.
Las colas también son otro reducto del civismo y una de las señales claras del apocalipsis fue la instalación en los parques de atracciones de dispositivos que permitían eludir la espera. Si pagas, no tienes que hacer la cola. Es decir, el dinero te permite eludir las normas comunes gracias a una pulserita que el resto mira con envidia porque cree que un día podrá ponérsela. Si es que está todo ahí.
Es un modelo al que un sector de la sociedad está acostumbrado y, de ahí, las bullangas cayetanas de hace un año. Hay personas a las que resulta insoportable tener que acatar las mismas normas que el resto de la población y necesitan sentirse mejores que los demás. Las urbanizaciones de precios altos ya no están en primera línea de playa, sino más hacia el interior, junto a un campo de golf, y tienen el perímetro cerrado.
¿Por qué mi voto es uno más?
Dentro de este marco, se entiende mejor la idea de la Comunidad de Madrid de permitir a las empresas comprar vacunas. No se trata de agilizar el proceso, para lo que serían más útiles los centros de salud, sino de crear dispositivos que permitan a ciertos grupos eludir la norma común, saltarse la cola.
¿Por qué tengo que ir detrás de toda esa gente? ¿Por qué no puedo pagar por un mejor servicio? ¿Por qué no lo puedo hacer como yo quiera? ¿Por qué no puedo elegir? La respuesta a estas preguntas es la reformulación del concepto de libertad. Los procesos de aislamiento y privilegio son adictivos. La segregación urbana suele acompañarse de segregación escolar, sanitaria, recreativa y, más adelante, política y social. ¿Por qué mi voto es uno más? ¿Por qué no puedo pagar por un mejor servicio?
También esa es la idea de la efímera Superliga de fútbol. La errática política comunicativa del proyecto indica que, probablemente, la idea principal no era estructurar una nueva competición deportiva, sino mostrar la existencia de una élite y su posibilidad de segregarse. Es decir, una bullanga cayetana sobredimensionada.
El proyecto también reveló una característica ya habitual en la secesión de los ricos: la necesidad de victimizarse. Es decir, crear un relato público que convierta en aceptable por todo el mundo su posibilidad de saltarse la cola. El principal promotor señaló que el fútbol estaba en caída libre, en un peligro inminente de desaparecer, y que su iniciativa buscaba salvarlo de esa segura catástrofe. De haber habido algún liberal en la sala, habría señalado que esa es una excelente noticia, ya que las empresas mal gestionadas deben quebrar y desaparecer para dar paso a otras más adaptadas a los tiempos y con dirigentes más eficaces. Evidentemente, no había ninguno.
El discurso enlaza con el de infierno impositivo, esas noticias sobre gente arruinada tras la terrible desgracia de heredar un millón de euros, la asfixia fiscal que sufre el 1% de la población. Si soy una víctima, tengo derecho. También, con la idea de racismo inverso o los delitos de odio cometidos precisamente por las minorías a las que la legislación busca defender. También, con la enorme cantidad de palabras construidas con el sufijo fobia que tratan de cerrar los debates convirtiendo una de las posturas en una patología. Por ejemplo, surrofobia, concepto que califica como acoso el cuestionamiento de la mercantilización de la gestación humana. ¿Por qué no lo puedo hacer como yo quiera? ¿Por qué no puedo elegir? La respuesta ética ya no sirve.
Todo debe ser posible
La gran transformación que comenzó hace dos o tres siglos, dependiendo del lugar, es la mercantilización: todo tiene que convertirse en un producto que compita en un mercado desregulado. Todo. No sólo el trabajo o la vivienda. No sólo la sanidad o la educación. No sólo las playas, las calles o el espacio público en general. También las personas, la intimidad, las emociones, los cuerpos, la gestación, la vida, la muerte.
Todo. Todo debe crear mercado. Todo debe poder gestionarse como un contrato entre particulares cuya suma, el mercado, sustituye al contrato social. De ahí que todos los conceptos éticos, como libertad, se desliguen de los espacios colectivos. No hay responsabilidad. ¿Por qué no lo puedo hacer como yo quiera? ¿Por qué no se respeta la decisión de la persona que desea convertir su cuerpo en producto? ¿Por qué no se respeta el acuerdo privado? Porque no es privado. Se trata de una decisión que, como todas, tendría que enmarcarse dentro de un espacio colectivo que debe establecer el marco común, ya sea la ética, la moral, el civismo o la ley.
El mercadismo pone en cuestión todo lo anterior. Si todo debe convertirse en un producto que compita en un mercado desregulado no puede existir nada a priori, ningún consenso previo, como la ética o la ley. Ambos deben transformarse en productos y competir. Es lógico que se considere que la democracia está en peligro. Es otro consenso previo que debe adaptarse a la prevalencia del mercado. Las diversas amenazas explícitas no son el peligro, sino la consecuencia de la bajada de defensas; es decir, no se cuestionan los consensos previos, sino la propia idea de que existan, que haya algo que no pueda mercantilizarse.
La verdad, otro consenso, también debe construirse mediante la libre concurrencia de interpretaciones, donde los datos compiten con los relatos en la construcción de la versión dominante. Es lógico que los esfuerzos por racionalizar sean vanos, ya que enfrían el mercado. La permanente discusión es un producto de gran éxito que, además de funcionar como distracción, nos hace enfrentarnos a otros y desconfiar del colectivo. Si todo es un contrato entre particulares, debo ser rápido para tener la mejor opción y, quizá algún día, pueda evitar la cola, entrar en la Superliga o disfrutar de una playa privada. Incluso, comprar algún cuerpo. Todo debe ser posible. Todo.
Jorge Dioni
Publicado en La Marea