Sin esperanza, con convencimiento
Veo a mi padre con su libreta abierta. Tiene ordenados por sus terminaciones todos los números de lotería que lleva este año, un año más, una vida entera. Mira el televisor, escucha el rodar de las bolas y la voz inocente de la infancia que canta. Mientras el nervio primero del desayuno y el sorteo se convierten en monotonía para los demás, él sostiene la atención y espera que salga premiado alguno de los décimos que ha ido acumulando a través de sus compras o de los intercambios que provoca casi desde el verano con sus 6 hijos, todos varones. Mi madre fue buscando a la niña de embarazo en embarazo, pero en su sorteo biológico particular tampoco salió premiada.
Uno de los recuerdos de mi infancia tiene que ver con la ilusión desencantada de las quinielas. Tuve la suerte de una infancia feliz, callejera, en la Granada de los años sesenta, junto a las alamedas del río Genil, cuando no había coches en las calles del barrio y los niños jugábamos al fútbol sin más peligro que las caídas que nos llenaban de arañazos la cara y de mercromina las manos y las rodillas. Pero hay premios extraordinarios que no llegan nunca a completar la felicidad real. Mi padre no acertó en el azar de las quinielas. Crecer y madurar significa con frecuencia asumir que ese tipo de premios no son imprescindibles.
A ver hijo, te dejo una columna, me decía la noche de los jueves, y me preguntaba sobre el Madrid, el Barcelona, el Atleti, el Bilbao, el Valencia… En años afortunados, también entraba el Granada en el 1, X, 2 de los aciertos. Pero al levantarme los lunes para ir al colegio siempre veía el cadáver de la quiniela en el cenicero. Tampoco esa semana se habían puesto de acuerdo los árbitros, las defensas, los delanteros, los puntos de penalti y los postes con los cálculos millonarios de mi padre. En el cementerio de las ilusiones los resultados de la liga de fútbol coincidían con el cupón de la ONCE y con algún otra rifa de carácter menos ambicioso.
No hace falta tener premio para repartir las ganancias. Resulta agradable entretener la llegada del futuro imaginando lo que se va a hacer con el dinero de la suerte. Pues verás, hijo, me decía, lo primero que haremos es comprar la casa y ponerle calefacción, luego os abriré una cuenta a cada uno en el banco y os meteré una parte del premio, y lo demás lo dejaremos de remanente para los gastos que vayan surgiendo, y por supuesto no voy a dejar el trabajo, no vamos a perder la cabeza, ya sabes que hay gente que empieza a hacer locuras y acaba después en la ruina. A tu madre le compraremos lo que ella quiera.
Nunca he discutido con mi padre en asuntos de tragaperras, quinielas, cupones y décimos de Navidad. Siempre he creído que ese dinero posible sería repartido entre sus hijos con mucha generosidad. También he sabido que las diferencias políticas entre un militar muy conservador y un hijo rojo no iban a poner en juego, pese a las discusiones de sobremesa y las rabietas familiares, lo que está por encima, muy por encima, de los sorteos, el azar y el dinero. Hay cosas posibles que nunca se hacen realidad y cosas que parecen imposibles y que de pronto dan una sorpresa. Pero entre lo posible y lo imposible nuestra vida depende de lo que jamás hemos pensado poner en juego.
Así han ido pasando los años, las quinielas, las copas de Europa, los sorteos de Navidad, los gobiernos, las tecnologías y los cantantes de moda. Las cosas no son como eran en el barrio, porque los coches han invadido las calles y entre los hermanos hemos comprado la casa y hemos puesto calefacción. Ahora mi padre tiene 93 años y hasta un hijo que ya ha alcanzado la edad de sentirse viejo. Tiene también una nieta joven que todos los años viaja a Granada el 21 de diciembre, duerme en casa de los abuelos y se levanta pronto para abrir su libreta con los números ordenados por terminaciones y mantener la esperanza de que este año sí, de que este año nos va a tocar esa otra parte de la lotería que en realidad no importa demasiado.
Luis García Montero
Artículo publicado en Infolibre