Siri Hustvedt: «Este premio es para todas las niñas que leen muchos libros y se niegan a estar calladas»
De pequeña solía maravillarme ante cosas corrientes. Un tenedor encima de la mesa o una flor en un jarrón de repente adquirían la extraña cualidad de un misterio metafísico. Ver a mi hermana lamer un cucurucho de helado me llevaba a pensar en lo raras que eran las lenguas humanas, con sus bultos y el surco en el centro. ¿Y las sensaciones que iban y venían a lo largo del día: los escalofríos y los sudores, los sabores dulces y los agrios, los retortijones cuando los niños del colegio se reían de mí o el deleite de los besos y los abrazos de mi madre? Y luego estaban las reglas de la vida, que no eran pocas. ¿Por qué los niños podían dar brincos cuando ganaban un concurso de caligrafía y a las niñas no se nos dejaba ni sonreír, y menos aún levantar los brazos en el aire? ¿Y si las reglas eran diferentes?
Cuando mi hija, Sophie, tenía tres años, me preguntó: «Mamá, ¿cuando sea mayor seguiré siendo Sophie?». Le respondí que sí, aunque sabía que acababa de plantear una antigua cuestión filosófica para la que no había una respuesta satisfactoria, la cuestión del Yo y su continuidad en el tiempo. ¿Qué cambia y qué permanece igual? ¿Creemos a Heráclito o a Platón? ¿Cómo conectamos el embrión, el recién nacido y el adolescente con la anciana que está en su lecho de muerte? ¿Cómo concebimos la vida interna y la externa? ¿Cómo marcamos los límites entre ellas? ¿Cómo sabemos lo que estamos tan convencidos de saber?
Todos los niños tienen curiosidad. Piensen en la recién nacida fascinada por el aspecto y el sonido de las llaves brillantes que su padre agita sobre su cabeza. Intenta cogerlas. Si lo consigue, se las lleva a la boca. Pero la niña no es una criatura aislada que va acumulando información sobre sí misma. Vive en una interacción continua con los demás. Su curiosidad tiene dos caras: necesita tocar y que la toquen, probar y que la besen y la prueben, oler y que la huelan, ver y que la vean, la vean de verdad. Y en un determinado momento la niña empieza a preguntarse sobre el cambio, empieza a imaginarse mayor, fuerte y adulta o vieja o incluso muerta. Yo solía mirar el pelo azul de las ancianas con bastón, chal y voz temblorosa de mi ciudad natal, y pensaba: «Así seré cuando sea vieja, antes de morir».
Aún no soy tan mayor como las señoras de pelo azul, pero me voy acercando, y llevo medio siglo leyendo a buen ritmo. Estoy llena de voces, y éstas no se ponen de acuerdo entre sí. He leído literatura, filosofía, historia y mucha ciencia —neurología, psiquiatría, neurociencia, genética, embriología—, pero también antropología y sociología, y cuanto más sé, más me pregunto: ¿por qué? ¿Cómo sabemos lo que sabemos? Piénsenlo de nuevo: ¿y si fuera diferente?
Vivimos en un mundo en el que cada vez la gente sabe más sobre menos cosas. Esto tiene sus ventajas. El conocimiento especializado ha dado lugar a grandes avances técnicos, medicamentos potentes, teorías complejas sobre el lenguaje y la cultura, y obras de arte impresionantes. También ha llevado a callejones sin salida en varias disciplinas y a fantasías de que una idea es novedosa cuando no lo es. Tras dar una charla ante neurólogos en un hospital de Boston, un científico me preguntó por qué alguien como él, que se había pasado la vida estudiando escáneres cerebrales de pacientes con Alzheimer, debería leer literatura, filosofía e historia. Le respondí que le ayudaría en su trabajo. Vería lo que ahora no veía e identificaría en sus modelos puntos débiles que nunca se le habían ocurrido.
Lo sé porque he sido testigo una y otra vez de los problemas que suscita un enfoque demasiado restringido. Y esto es válido tanto para el estudioso de humanidades que nunca se ha molestado en pensar en músculos, huesos, tejidos y células como para el científico que sólo piensa en neuronas. Ninguno de los dos se pregunta cómo sabe lo que cree saber. Las preguntas que deberían hacerse no se hacen porque quedan fuera del marco de referencia. Cuando escribo intento formular la siguiente mejor pregunta, basada en muchas disciplinas y no en una sola. Y me hago esas preguntas en las novelas, los ensayos y los trabajos académicos, porque todos son vías para aumentar el conocimiento humano. He aprendido que un género o disciplina no es superior a otro. Debemos recelar de nuestros prejuicios. Ni la ciencia es elevada, intelectual y masculina, ni las artes y las humanidades son inferiores, emocionales y femeninas. Debemos aprender que la autoridad y la sabiduría vienen en muchos formatos, sexos, colores, formas y tamaños.
Debemos aprender unos de otros y recapacitar. ¿Es la misma persona la niña que se quedaba mirando un tenedor y la mujer que daba la charla? El tiempo es inefable, pero las ideas y las reglas que las acompañan pueden perdurar, a menudo cientos de años. A mi yo adulto no le cuesta imaginar un mundo en el que las ideas circulan libremente entre disciplinas sin una jerarquía discriminatoria, un mundo donde las niñas pueden alardear tanto como los niños y éstos no les tienen miedo, un mundo en el que se han disuelto las viejas fronteras. Este premio llega de la mano de una niña, una princesa. Me gustaría que fuera para todas las niñas que leen muchos libros sobre un sinfín de temas, que piensan, preguntan, dudan, imaginan y se niegan a estar calladas.
Publicado en ABC Cultura