Trabajo y jóvenes: corre, corre
El ascensor de la educación funciona a medio gas. La cuna vuelve a ser importante a la hora de prever el destino de los jóvenes
Llega un joven repartidor de alimentos. Dispone de una hora para realizar cuatro entregas. Va por la primera, porque el centro de València se encuentra colapsado. Angustia en su voz. Miedo en sus ojos. Ha avisado de la situación a su jefe, pero desconoce qué ocurrirá cuando regrese a la base y le pidan mayores explicaciones. Su vehículo se encuentra monitorizado, pero la información que emite sólo recoge la geolocalización. Saben que algo le ha detenido, pero no la causa. La empresa puede reprocharle que haya roto la planificación del día, fijada por un desconocido algoritmo que no sabe de obras municipales. Haz lo que sea, pero que no vuelva a suceder, es posible que le digan al final de la bronca. Aparca aunque esté prohibido, trágate la multa que descontaremos de tu sueldo, pero demuestra iniciativa y determinación. Ante cualquier duda, corre, corre.
Los riders se concentran en los extremos de la plaza del Ayuntamiento de València. Mochilas de diversos colores y logotipos. Todos, reconcentrados en la pantalla del móvil. Algunos han subcontratado el trabajo a otro rider. Obtendrán mucho menos de lo que ya, de por sí, es un pequeño salario, a distancia del salario mínimo. Saben que, cuando les toque en suerte, tendrán que abandonar las precauciones para luchar contra ese reloj que avanza impertérrito. Las bicicletas se colarán por las zonas peatonales, se introducirán por entre los coches detenidos ante el semáforo y culebrearán para adelantarles. Sufrirán las maldiciones de algunos conductores y los insultos de peatones. Pondrán en riesgo sus vidas. No importa: corre, corre.
Cuando la contrataron, creyó haber tocado el cielo. Una importante empresa consultora le comunicó que, tras un intenso proceso de selección, su candidatura había pasado el filtro. Por fin se compensaba el esfuerzo realizado: haber obtenido uno de los mejores expedientes de su promoción, seguir con máximo aprovechamiento un máster en el extranjero, destinar horas y horas a perfeccionar el inglés y el alemán. Le asignaron trabajar en derecho internacional. Sus compañeros del despacho inmediato se encontraban inmersos en el asesoramiento fiscal y contable, incluida la cascada de auditorías que las empresas precisaban en los primeros meses de cada ejercicio. Pasados dos años, casi todos se dieron cuenta de que el trabajo les había abducido la vida y que disponer de vida propia era un lujo asiático. El salario, si se dividía por el número de horas trabajadas, no excedía al de un empleo modesto. La empresa repetía que se estaban labrando un futuro y que los inicios eran duros para todos, al tiempo que facturaba a precio de oro las horas trabajadas y no cobradas, en beneficio de los socios. No mires atrás, le decían: corre, corre.
Otros jóvenes atraviesan experiencias similares a las anteriores. Jornaleros, profesores asociados de las universidades, falsos becarios, las kellys de los hoteles, las aparadoras del calzado, los trabajadores subcontratados. El ascensor de la educación funciona a medio gas. La cuna vuelve a ser importante a la hora de prever el destino de los jóvenes. La universidad y la formación profesional ayudan a corregirlo, pero ninguna informa de la empleabilidad y salario conseguidos por sus egresados; menos aún, de su origen social. Una opacidad que corre en paralelo a la que oculta las formas indignas con que algunas empresas organizan y retribuyen el trabajo de los jóvenes, mientras los poderes públicos financian modelos de adquisición de experiencia sin preocuparse en qué consiste ésta realmente.
Mientras, el corre, corre forma parte de los modelos laborales destructivos; como el colesterol malo, obstruye las vías por donde circula el aliento de la superación, la autoestima, y la construcción de un proyecto de vida con un alto margen de autonomía y disponibilidad para asumir responsabilidades ciudadanas.
Manuel López Estornell
Publicado en Levante.emv