Camino de Stepanakert, capital de Nagorno Karabaj, me acerco al lago Sarsang. Es artificial y suministra electricidad a Armenia y Rusia, su aliada. Después me desvío hacia Askeran porque quiero ver de cerca las antiguas murallas de Mairaberd, protagonistas de demasiadas guerras e invasiones desde su construcción. La última, siendo cuartel general armenio durante la guerra que se supone que terminó en 1994.
Una profusión considerable de pozas y charcas —fruto del reciente deshielo— avisan de la proximidad de Stepanakert. Las populares esculturas de Papik y Tatik —«abuelo» y «abuela» respectivamente— nos reciben a la entrada. A sus pies, tres animosos soldados buscan a alguien que los fotografíe. Hago mi último intento de obtener información y me ofrezco. Tras las fotos, llegará la charla relajada pero sin novedades valiosas. Sortean todas mis preguntas con respuestas que son, a su vez, preguntas acerca de España y de mi interés por su país. El más parlanchín, un muchacho robusto y de buena talla, me dice que es cantante. Más tarde, descubriré a través de mi acompañante que es conocido a nivel mundial, sobre todo en Estados Unidos, donde vive y adonde regresará cuando termine su servicio militar aquí, motivo por el que ha vuelto, dice. La despedida se impone cuando hay poco que contar. En este país todo el mundo parece perfectamente adiestrado para no hablar de la guerra.
Aún hay luz suficiente para dar un paseo por Stepanakert, capital en miniatura de esta tentativa de república. Su eje neurálgico es una corta avenida donde se levantan las sedes gubernamentales —local y estatal— y los dos únicos bancos de la ciudad, uno nacional y otro extranjero. La calle principal concluye en una minúscula glorieta con espesos árboles como techumbre. En su centro el murmullo de una fuente intenta neutralizar el sonido del tráfico, sorprendentemente estrepitoso para una localidad con tan pocos habitantes. Los puntuales usuarios de los escasos bancos del parterre se protegen de un sol todavía intenso.
Aunque reconstruida después de la guerra, Stepanakert ha conservado su carácter local y eludido con éxito nuestras mastodónticas áreas comerciales.
Desde la veranda del hotel, situado en la avenida principal, observo cómo la población se «volatiliza» de forma progresiva y rápida de sus calles mientras paladeo un «Zhengyalov Hats», perfumado y sabroso plato elaborado con trigo y finas hierbas. La cocina de la región es esencialmente armenia y se parece a la que conocemos como «mediterránea», concepto demasiado abstracto para ser correcto según los expertos. Porque, ¿en qué se parece la cocina egipcia a la castellana, por ejemplo? Además, cultivan sus productos agrícolas de forma natural y se sienten orgullosos de ello.
Al día siguiente, en el inmenso y silencioso comedor de almidonados y largos manteles blancos, soy la única clienta europea desayunando.
—Nos gustaría que la situación se estabilizase para que volviesen los turistas —me cuenta la camarera esperanzada.
«¿Mayor estabilidad aún?», me pregunto.
El sol ya luce alto al dejar la ciudad. El clima es agradablemente templado en primavera en Nagorno Karabaj, con un suelo de un verde esmeralda intenso cuando las nieves se funden y antes de que la sequía lo calcine por completo.
Me detengo en Shushi, segunda ciudad en importancia del país y, durante un tiempo, su capital. Aquí predominan el silencio y la ausencia de gente y vehículos. Su catedral y sede de la diócesis — Ghazanchetsots—, única edificada con piedra blanca, fue reconstruida después de la última guerra. En 1920 dejó de ser iglesia y pasó a ser sucesivamente granero, almacén de municiones y refugio.
Me despido del país en el cañón de Jtrtuz, situado frente a una panorámica estremecedora a causa de su acusada caída vertical. Tras sortear enrevesados caminos de piedra, me incorporo a la carretera general, tan solitaria como cuando entré. En la «orilla» entre la República de Artsaj y Armenia me dicen adiós el monumento a los caídos en la guerra de 1994: dos pirámides que representan a la madre y el abuelo.
Es imprudente extraer conclusiones precipitadas basándose en el tamaño de un país, unas fronteras en continuo cambalache o la multiplicidad de sus denominaciones. ¿Existe algún Estado definitivamente irreversible? ¿Por qué habría, pues, de serlo la vieja República de Artsaj, región paseada, abatida y ocupada por tantos y durante tanto tiempo como ha ocurrido en otras muchas regiones del planeta? Me resulta, por tanto, extremadamente complicado hablar del Alto Karabaj basándome en las circunstancias actuales o de un conflicto armado que ni he visto ni oído y del cual solo he sabido por la prensa occidental, una madre desesperada por ser «huérfana de hijos» y tres guerrilleros.
En cualquier caso, me queda el recuerdo de sus escasas y microscópicas —aunque pintorescas— aldeas, diseminadas sobre solitarias colinas, o el de este paraíso para trotamundos curiosos y sin miedo a pesar de las “fake news” que nos quieren «inocular» los medios de comunicación internacionales.
Pepa Ábeda
Artículo publicado en Revista Sur