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El silencio de los corderos

Algunos viven sus militancias con la pasión de un Ultra Sur, donde importa más la lealtad a unas siglas y a unas personas que las necesidades y la urgencia del cambio social

Hace mucho tiempo, mi tío nos fabricó a mi hermana y a mí un escritorio, bajo la dirección artística de mi madre, que consistía en una tabla de madera lo suficientemente larga para que mi hermana y yo pudiéramos hacer los deberes sentadas la una frente a la otra –grave error ya que nos pasábamos el rato hablando–, pero, hete aquí la mente práctica de mi madre y la habilidad como carpintero de mi tío, el tablero se podía plegar cuando ya no era necesario despejando así espacio de nuestra habitación para que pudiéramos jugar a gusto con nuestros Pin y Pon. Dentro de aquel armario/escritorio de subir y bajar mi tío había colocado en el hueco unas baldas en las que con el tiempo comenzaron a convivir pacíficamente el Manifiesto Comunista con los Tolkien, y aquel tablero se fue llenando también de coranzoncitos, estrellitas, hoces y martillos y después de fotos del Super Pop pero también de Lenin y de la toma del Reichstag, en un popurrí muy típico de las adolescentes/comunistas de la época.

Un mundo entero ha pasado ya y ni existe el escritorio ni mis padres viven siquiera en la casa de mi infancia. Con el paso del tiempo, de las lecturas, de la reflexión y de la experiencia, la adolescente que yo era en comparación a la mujer adulta que soy ahora no pasaría de ser una pequeñoburguesa reformista, entre otras cosas porque tengo más claro que nunca que el derecho al bienestar de todas las personas está muy por encima del derecho a la propiedad privada y que cualquier intento de hacer negocio con un bien de primera necesidad no solo es inmoral, también debería de ser ilegal.

Pero soy muy consciente de que ahora mismo no se dan las condiciones materiales ni sociales para la revolución de las masas obreras y campesinas, no al menos para una revolución progresista y emancipatoria –porque la reaccionaria va viento en popa a toda vela–, así que las fuerzas progresistas debemos, por el momento, conformarnos y refugiarnos en la política institucional. Que no es poca cosa, porque si bien es cierto que la política institucional nunca será revolucionaria ni está concebida para impugnar el sistema, sí que puede ser tremendamente útil para mejorar sustancialmente nuestras vidas. Y también para todo lo contrario, no lo olvidemos.

Desde que las fuerzas progresistas decidieron acatar las reglas del juego de las democracias liberales se han tenido que enfrentar al dilema de participar en el gobierno e implementar políticas progresistas aunque eso implique renunciar a parte de la ‘pureza’ de la izquierda o replegarse en esa ‘pureza’ irrenunciable a pesar de que eso suponga no llegar a tener nunca ninguna posibilidad de ser útil políticamente. Este dilema, sin embargo, saltó por los aires con la llegada de Podemos, ese fue el momento en el que muchos comenzamos a entender que un partido era, en este sistema, en este tiempo, con este tablero de juego, un mero instrumento para llegar al poder y poder empezar a cambiar –algunas de– las reglas del juego, al menos las que más nos perjudicaban. Pero para conseguirlo era imprescindible saltarse la ortodoxia y acabar con los tabús y mitos de las siglas y la pureza, jugar a lo grande para poner en jaque al sistema desde dentro. Y vaya sí funcionó, por un tiempo, al menos. Pero los ciclos políticos son veleidosos, y adaptarse y saber mutar es una lección política dura e injusta, como dura e injusta es la política institucional, que no está hecha para estómagos sensibles ni corazones delicados.

En este nuevo ciclo, el de la postpandemia, las derechas han dinamitado el pacto de posguerra –o en nuestro caso, el pacto de la Transición– y han optado por la vía de la reacción más violenta y nostálgica. En un mundo al borde del desastre medioambiental, de turbocapitalismo en estado de putrefacción, de repliegue identitario, de ataque indisimulado a los derechos y las vidas de las personas LGTBI, las mujeres, los migrantes y las personas racializadas, la posibilidad de formar parte de forma activa y útil en la política institucional se nos hace imprescindible, como imprescindible es encontrar el mejor vehículo con el que lograrlo. Dice Pablo Batalla que la gente de izquierdas somos un auténtico coñazo y no le falta razón, pero los reaccionarios no nos van a la zaga, todo el día dando la turra con la cancelación, la dictadura woke o la inclusión forzada. Sin embargo, no creo que el problema de fondo sea si somos pesados o no, sino el hecho de que algunos viven sus militancias con la pasión de un Ultra Sur, donde importa más la lealtad a unas siglas y a unas personas que las necesidades y la urgencia del cambio social y, además, con el mismo espíritu revanchista y de desprecio hacia el equipo contrario que un tifosi en horas bajas. Esto te asegura, sin duda, un suelo electoral que, si bien es fiel hasta la muerte, también es cada vez más exiguo y te acaba colocando en la casilla de salida del parchís, como si no hubiéramos recorrido más de medio tablero del juego ya.

Cuando nos enfrentamos a la posibilidad de tener a Abascal como vicepresidente del gobierno y ocupando los Ministerios de Trabajo e Igualdad gente que se inspira en DeSantis –individuo que defiende el trabajo infantil entre otras barbaridades– y que niega la violencia de género, es indecente que muchos estén empleando todas sus energías en atacar a los suyos, aunque estos se hayan salido del redil, que a ayudar a poner freno a la reacción que nos acecha. Habrá que esperar, como Clarice, a que los corderos dejen de gritar para ponernos manos a la obra.

Silvia Cosio
Publicado en Ctxt

 

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