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Concordia

Poco a poco, vamos destruyendo los consensos históricos, apelando a una falsa necesidad de matización y ecuanimidad, como si pudiéramos poner en la misma balanza a los verdugos y a sus víctimas

Cuando era pequeña me llamaba mucho la atención que en las películas la gente fuera capaz de recordar con el más mínimo detalle qué era lo que estaban haciendo cuando dispararon contra Kennedy o cuando el hombre pisó la luna, por no hablar de que me parecía una extravagancia que incluso pudieran saber dónde y con quién estaban cuando tenían que dar una coartada en las series de asesinatos. Para mí era todo un misterio, pues en mi caso los días y los acontecimientos se solapaban los unos con los otros, quizás porque en eso consiste la infancia, en la ausencia de la conciencia del paso del tiempo. Uno deja de ser niño en el mismo momento en el que se da cuenta de que el tiempo existe y que además existe ajeno e indiferente a tu propia existencia, de ahí la importancia de convertirse en guardián de la memoria. Y aunque hoy en día me resultaría casi imposible poder contarle a un policía, si fuera sospechosa de asesinato, qué fue lo que hice hace una semana, a qué hora, dónde o con quién, y sé que me tengo que esforzar para recordar siquiera si cené anoche o no, nunca olvidaré que el 11S estaba en un aula defendiendo mi tesina sobre la Poética justo cuando el primer avión se estrelló contra el World Trade Center, y que cuando llegué a casa agotada y llena de orgullo aristotélico y puse la tele, apenas podía dar crédito a lo que estaba viendo, pues me costaba imaginar un mundo en el que pudieran convivir al mismo tiempo la barbarie y un grupo de gente pacífica e inofensiva hablando con pasión de un griego muerto. Puedo recordar también como si acabara de suceder hace solo unos instantes las primeras palabras que me dirigió el que todavía hoy es mi pareja, y cómo me subió el rubor a las mejillas y la vergüenza que pasé por si se había dado cuenta o el libro que estaba leyendo –y que jamás podré retomar– cuando me dijeron que mi abuela había muerto, la llamada de mi madre el 11M para pedirme que, por favor, no se me ocurriera encender la televisión, o el color del cielo, el olor a palomitas de maíz y las gomas de colores de los moñitos del pelo de mi hija el día en que nos conocimos.

Pero también guardo y atesoro recuerdos que no me pertenecen y que me fueron ofrecidos por aquellos que ya no están, recuerdos que yo también comparto con otros para que no se pierdan cuando yo deje de ser. Porque la memoria es una responsabilidad compartida. Son historias que hablan de hambre, miedo y muerte, de tías abuelas en Castilla rapadas y obligadas a desfilar por el pueblo, de la pena por no saber dónde enterraron los camaradas al hermanastro de mi abuelo cuando lo mataron en una de las últimas batallas de la guerra en Asturies, de un bisabuelo que saltaba por la ventana y se escondía en la sierra cuando la guardia civil aparecía para llevárselo, de los gusanos en los garbanzos que las monjas obligaban a mi abuela a comerse, de las mondas de patatas asadas que se servían como un manjar, de niñas que se iban a servir con doce años.

Porque lo primero que necesita la reacción para rearmarse es, precisamente, la desmemoria, para así volver a reescribir el pasado y adaptarlo a su gusto. Hace unos días me afeaban en un comentario que mis podcast siempre caían del mismo lado, que siempre contaba las cosas malas que habían hecho los nazis y que no me centraba en las cosas buenas. Y es así como, poco a poco, vamos destruyendo los consensos históricos, apelando a una falsa necesidad de matización y ecuanimidad, como si pudiéramos poner en la misma balanza a los verdugos y a sus víctimas ya que los primeros construyeron autopistas y entre los segundos había gente que los combatió violentamente. Recuerdo, ya que hablamos de memoria, que en el colegio mi profesora se saltó el tema de la Guerra Civil y el franquismo en Historia porque no quería que se reabrieran heridas, cuando lo conté en casa mi padre me dijo que eso solo lo podía decir alguien que pertenecía al bando de los que habían ganado la guerra, pues los perdedores nunca habían podido cerrar sus heridas porque ni siquiera se les dejaba hablar de ellas. Y fue entonces cuando me habló de las cunetas y de los “paseíllos”, de los fusilamientos masivos y las fosas comunes, de los campos de concentración, del exilio, las palizas y los Cuarenta Años de Paz. Mientras miles de cuerpos esperan todavía a que los desentierren de las cunetas donde fueron arrojados, los descendientes de sus verdugos nos lanzan estos días a la cara la concordia como una bofetada. Y lo hacen además con el mismo espíritu de chulo de discoteca que después de darte una paliza te pide que te calmes y que no montes un espectáculo porque tú también le contestaste mal. Pero esta vez solo pueden vencer si olvidamos.
Silvia Cosío
Publicado en Ctxt

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