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Donde las madres entierran a sus hjos

Ryszard Kapuscinski

La guerra es ese lugar donde las madres entierran a sus hijos. Donde la gente pierde para siempre la paz, donde las personas desaparecen sin dejar rastro y la memoria se erige como única salvación.

En el Bagdad previo a la invasión estadounidense de 2003 los periodistas trabajábamos sin respiro durante el día. Por las noches, tras recabar información y enviar nuestras crónicas, nos reuníamos en alguna habitación del hotel Al Rashid para compartir impresiones, hacer conjeturas sobre el futuro inmediato e intercambiar ideas y planes ante posibles riesgos venideros.

En una de esas noches, mientras algunos corresponsales de varias nacionalidades bailaban para liberar tensiones y otros confesaban, ante mi asombro, sus ganas de que empezara la guerra y “la acción”, pensé que la noticia más espectacular que podríamos ofrecer no sería la de un bombardeo, sino la del triunfo de la sensatez y de la negociación. Que en vez de ser reporteros de guerra en aquella ciudad iraquí de cielos casi infinitos pudiéramos contar que se evitaba el conflicto bélico y ejercer así como corresponsales de paz. Compartí ese pensamiento con un colega periodista que quiso soñarlo conmigo.

Pocos días después las sirenas nos despertaron de madrugada y los primeros bombardeos sacudieron nuestro suelo. Durante semanas relatamos la guerra, los muertos, los heridos, el miedo, el dolor de la gente, el asesinato de dos compañeros reporteros, el derrumbamiento del país, el caos. Han pasado diecinueve años de aquello, pero sigo manteniendo con aquel periodista una hermosa amistad. Y aún hoy, cuando nos vemos, brindamos por aquel anhelo de paz compartido en una noche de fiesta en un Bagdad previo al infierno.

Todavía hoy -y con más fuerza si cabe, tras la experiencia posterior de otras guerras- sigo creyendo en la negociación y la paz como la vía menos dolorosa, menos desastrosa, de todas las posibles. Las víctimas recuerdan a otras víctimas, las guerras recuerdan a otras guerras y nunca te libras de ellas.

Amira, refugiada libia de doce años, amiga de mi hija, lleva dos meses con pesadillas y ataques de pánico porque la guerra de Ucrania abre la puerta al recuerdo de su guerra, de sus bombardeos, de su dolor, un dolor que nuestro continente ha ignorado mientras presume de solidaridad y empatía ante Ucrania. Desde hace un par de años Amira y su madre sienten en nuestro país un racismo que antes no percibían, que no estaba tan presente, tan visible, tan provocador. Han participado en bancos de alimentos para la población ucraniana, empatizan con ella, pero no pueden evitar sentirse despreciadas al comprobar cómo su tragedia no ha despertado la empatía que se ha generado en torno a la ucraniana.

Dejó escrito el reportero polaco Ryszard Kapuscinski que hay que estar siempre con los que sufren. En su libro Un día más con vida, donde relata su experiencia como corresponsal en la guerra de Angola, dedica unas líneas a una mujer de más de ochenta años que día tras día, lloviera, tronara o bombardeara, salía con su cesta llena de pan para repartirlo entre la gente. El comandante Farrusco, acorralado en su cuartel, dijo de ella: “Tiene ochenta años, hace pan. Lleva haciéndolo más de sesenta años y no quiere marcharse. No está ni con nosotros ni con ellos. Es partidaria de la vida. La vida y el pan. Y eso es suficiente, más que suficiente”.

Esa mujer representa a la mayoría de los pueblos que sufren la violencia y que intentan abrirse paso en medio de ella: gente partidaria de la vida. Mujeres como la panadera de Angola existen en todas y cada una de las guerras. Las he visto en el Bagdad arrasado por la Operación Conmoción y Pavor de Bush, en el Afganistán roto por décadas de violencia, en la Libia convertida en un polvorín, en los Territorios Ocupados Palestinos, en Yemen, en Siria, en Líbano, incluso en un Egipto sin conflicto armado pero aplastado por la opresión.

He visto bombas cayendo sobre barrios enteros mientras dos calles más allá la gente menuda intenta llegar a la escuela para no perder clase, mientras hombres y mujeres aguardan con esperanza la llegada del autobús urbano que les lleve a sus lugares de trabajo, a su casa o al hogar de algún familiar. En una guerra siempre hay miles y miles de personas que en medio de la muerte sostienen la vida y la posibilidad de un después.

La guerra es ese lugar donde las madres entierran a sus hijos. Donde la gente pierde para siempre la paz aunque sobreviva a las bombas, donde las personas desaparecen sin dejar rastro y la memoria se erige como única salvación. Es ese lugar en el que cualquier ser humano medianamente decente se da cuenta de que, como escribió Kapuscinski, “lo que importa es salvar vidas y no la Guerra Fría”.

En el film Un día más con vida, basado en el libro del reportero polaco, el periodista angoleño Artur Queiroz, vivo aún, amigo de Kapuscinski, afirma: “Aquella batalla por la independencia la ganamos, pero por el camino quedaron arrasados todos mis ideales”. ¿Hay alguna guerra que no deje un sabor amargo? ¿Alguna que pueda ser concebida como una satisfactoria realización por alguien con cordura?

Dentro de pocos años estallará otro conflicto que tendrá la ‘suerte’ de acaparar atención mediática en Occidente y los ahora niños y niñas ucranianos, ya adolescentes, verán en ella, como ahora Amira, su propia guerra. Quizá estén en un campo de refugiados, quizá en un país que los desprecia, quizá tengan la suerte de permanecer en su propio hogar sin que su comunidad y su entorno se haya roto para siempre en pedazos. Todo dependerá de la destreza y la voluntad de la comunidad internacional actual para frenar este conflicto que tantos parecen querer prolongar; de cuánto se desprecie o no la paz, ese derecho negado a Amira y a tantos menores en el mundo, mientras los privilegiados juegan en sus despachos a ser el Bien contra el Mal. Ellos trazan las estrategias y los pueblos ponen los muertos.

Olga Rodríguez
Publicado en ElDiario.es

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