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El fin del humor

En todo tipo de culturas y desde siempre, la figura del bufón ha operado como alguien que debía comunicar –sin ningún tipo de filtro– la verdad a los poderosos por medio del humor y el ingenio. De la misma forma, el humor sin límites hoy nos permite contemplar las propias limitaciones a la vez que nos forma en la capacidad para reírnos de nosotros mismos, herramienta fundamental a la hora de vivir.

Tal y como marcan los valores ilustrados de autores como Voltaire, que representan el fundamento de nuestra tradición democrática liberal, el humor no debe de ser contenido en límite alguno. El límite estaría, si acaso, en la voluntad de aquel que escucha una broma y se siente ofendido por ella, cuando decide apagar el televisor o abandonar el local donde los chistes tienen lugar. Cada uno puede contar con límites a la hora de apreciar o disfrutar de un espectáculo, pero quien ejerce como humorista no debe quedar sometido a límite alguno. Uno puede decidir cuáles son los propios contornos de lo aceptable, pero en ningún caso marcará los límites ajenos. Lo contrario es una forma de censura que interfiere con la libertad de expresión, la cual, en efecto, consiste en decir lo que se quiera, sea eso lo que sea, mientras no se anime a atentar contra otros por vía de una violencia física.

En todo tipo de culturas y desde siempre, la figura del bufón ha operado como alguien que debía comunicar la verdad a los poderosos por medio del humor y el ingenio. Su función era verdaderamente esencial: de no haber existido, reyes y aristócratas hubiesen perdido por completo su anclaje en la realidad material. Una cosa son las ideas que uno tiene en torno a la realidad, y otra son los hechos mismos. Los poderosos, generalmente, viven inmersos en una falsa representación de la realidad, una distorsión adulatoria. Lo cual quiere decir, nada más, que todos a su alrededor les mienten o dicen medias verdades con la intención de halagarlos, lo cual entorpece seriamente su capacidad para gobernar.

Digamos que los reyes de antaño vivían sumergidos en sus propias mentiras, en el seno de una ideología o matriz simbólica errada, aunque halagüeña, que en el fondo les debilitaba y degradaba. Podemos decir que los reyes vivían en los hoy llamados «espacios seguros», donde verse adulado por los discursos ajenos no es una herramienta para llegar a ser mejor persona, tanto a nivel moral como en términos de eficiencia.

Hay quien se preguntará qué tiene de malo el ser adulado. A pesar del placer inmediato asociado a toda adulación, esta nos impide ver con precisión y ecuanimidad las cosas del mundo, haciéndonos perder de vista nuestras debilidades y límites. Así, el humor sin límites nos permite contemplar las propias limitaciones a la vez que nos forma en la capacidad para reírnos de nosotros mismos, herramienta fundamental a la hora de vivir. Humor y verdad están intrínsecamente unidas: el cantante Jim Morrison dijo en una ocasión que cuando la gente está de broma, en el fondo, habla muy en serio. Entre broma y broma, como marca el dicho, la verdad asoma.

¿Por qué muchos cómicos se sienten cohibidos a la hora de hacer ciertas bromas? ¿Por qué en Estados Unidos muchos han sido cancelados en los últimos tiempos? Porque en un mundo posmoderno la verdad ya no existe –por no decir que está mal vista– y son los humoristas, precisamente, quienes dicen en broma ciertas verdades que la moral pública no toleraría en otras circunstancias. Lo que ocurre es que la ideología trata de sofocar toda verdad y someterla a su influjo y dominio. Trata de engrilletar la verdad incluso en los últimos reductos en los que tradicionalmente se hallaba libre de atadura: en el mundo de la ficción, el arte y el humor.

Pero, como ocurría con los reyes del pasado, destruir al mensajero y negar la realidad solo opera en detrimento de la sociedad. El humor tiene como función expresar aquellas verdades sobre las que habremos de posar nuestros pies si queremos asentarnos en tierra firme. En la era de la digitalización, metaversos y redes sociales, la verdad, muy probablemente, será atacada con aún mayor ahínco a través de diseños tecnológicos que nos dirán lo que esta supuestamente es.

Por ello, el humor ha de ser preservado de cualquier límite para expresar esas verdades tan necesarias para nuestra supervivencia como sociedad, al tiempo que los ofendidos tendrán que respetar lo que otros quieran decir por muy bárbaro que pueda parecerles, pues es ese espacio de atrevimiento y osadía donde muchas verdades pueden desvelarse y donde se manifiesta el verdadero progreso. No son precisamente la convención y la moral pública el asiento del desarrollo social; si no, vean cuáles eran las convenciones de tiempos pasados, tan degeneradas a nuestros ojos como las convenciones actuales degenerarán ante la mirada de tiempos futuros. La ofensa nos hace vigorosos, nos permite reconocer nuestros pequeños complejos, prejuicios y opiniones para fortalecernos frente a las complicaciones de la vida.

Pero dicho esto y, a pesar de las presiones ideológico-tecnológicas, seamos optimistas y hagamos caso a la sabiduría popular. «La mentira tiene las patas muy cortas». «La verdad siempre prevalece». «Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo». Solo sobre la base de una verdad sólida y un libre e intrépido sentido del humor puede una comunidad medrar y operar saludablemente.

Iñaki Domínguez
Publicado en Ethic

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