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La cultura (de la violación) en que nos han criado

«Mi historia no es una excepción. Cuando, en confidencia, he hablado con amigas sobre los abusos sexuales que he sufrido, he recibido casi siempre una mirada cómplice y una historia paralela de agresiones y maltratos normalizados. Un familiar, un desconocido, un amigo… La cultura de la violación no es un debate, es una realidad», escribe la autora.

La (primera) vez que abusaron de mí es uno de mis primeros recuerdos de infancia. Siento empezar así. Pero es, quizá, como la tirita que dicen que es mejor arrancar de golpe. No voy a mentir. Arrancar la mía me ha llevado más de 30 años pero, una vez quitada, parece que la elimine una y otra vez cada vez que lo cuento de nuevo y siempre tengo que decirlo de golpe porque, si no, no sale. Es como salir del armario, que, para quien no lo haya vivido, no solo se hace una vez sino que es un trago que se pasa cada vez que tienes un nuevo círculo, un nuevo entorno o una nueva realidad social en la que quieres darte a conocer, de verdad.

Con los abusos me ha pasado un poco lo mismo. Siento que he estado más de 30 años sin darme a conocer del todo a mucha gente y lidiando sola con una ansiedad insoportable. El movimiento #MeToo, empoderador para muchas, a mí me cayó como una losa; como el peso de la responsabilidad de algo que creía -sabía- que debía hacer, algo en lo que debía participar, sobre lo que tenía mucho que decir. Más de lo que me gustaría. No fui capaz. Solo podía admirar desde la oscuridad a esas mujeres valientes que alzaban la voz e iluminaban el camino esperando, algún día, poder seguirlas.

Durante mucho tiempo, mi única relación con el tema era, primero, evitarlo. No podía ver películas ni series ni leer libros donde se tratase lo más mínimo relacionado con esto porque me rompía por dentro y tardaba días en recomponerme. Pesadillas y más pesadillas. Flashbacks y regresiones. Miedo. Pánico.

Con los años, conseguí verbalizarlo con una persona, a duras penas y solo en formato titulares. Este fue el comienzo. Y me creyó. Me abrazó y solo me dio la mano y me escuchó, sin preguntas ni juicios. Siempre le estaré agradecida. Ese fue el inicio del camino que me ayudó a dar otro paso y contárselo a otra persona, años después. Luego, a otra y otra. Y, cada vez, los titulares se ampliaban con un poco de entradilla, con algo más de cuerpo en la historia y el tiempo entre confesiones se iba reduciendo.

Hace tres años, antes de la pandemia, en plena comida rodeada de personas, escuché en la televisión el caso de Plácido Domingo y una persona, sentada a mi lado, decía: “¿Por qué no lo dejan tranquilo? Ha pasado mucho tiempo y le están arruinando la vida”. De golpe, esa frase, que no iba dirigida a mí, se sintió mía. Y me despertó. No paraba de repetirla en la cabeza. Ha pasado mucho tiempo. Le están arruinando la vida. No había dejado de tener pesadillas desde los tres años. Me habían arruinado la vida en cierta manera y necesitaba soltar para que el tiempo pudiese correr porque, en mi cabeza, seguía sintiéndome esa niña, seguía sintiendo que había pasado ayer, seguía sin haber tenido la justicia que necesitaba, la paz de sacar de mi vida cualquier mención a la persona que me había hecho daño. Y pensar que alguien pensara que el hecho de alzar la voz era egoísta o le destrozaría la vida al agresor y no a la agredida hizo que me hirviera la sangre.

Fue la primera vez que pensé en él como eso: un agresor. Curioso y desolador saber que tienes tanta teoría de género, que has ido a tantas charlas y manifestaciones, que has leído artículos y ensayos… pero que, en primera persona, la herida es tan profunda que no hay raciocinio que te ayude a empaparte -de verdad- de frases como no es tu culpa. Lo sabes, pero no lo comprendes. Hasta que, de repente, lo haces.

Así que me levanté de la comida en la que estaba, me fui, llorando, a casa. Encendí el ordenador, tecleé con manos temblorosas ‘psicóloga cita’. Busqué, escogí, llamé, fui. Temblando.

Han pasado tres años y puedo decir que no ha sido fácil. El proceso ha sido duro. Pero ahora me doy cuenta de que era mucho más duro convivir con ese terror a hablar por miedo a que otras personas sufrieran con mi historia, por miedo a no ser creída, por miedo a ser juzgada, por… miedo. Ahora, mi casa está limpia, en mi vida hay menos gente pero está la correcta, la necesaria. Ahora, entro en Twitter y leo toda la polémica por las declaraciones del Xokas sobre cómo su amigo se ‘ligaba a chicas colocadas’ y me siento fuerte para leer los comentarios con historias terribles de violaciones y abusos, para decir que es cultura de la violación, para dar mi apoyo a mis amigas que, ahora, me dan la mano y también me cuentan sus historias -porque, sí, hay muchas enterradas-. Y me siento fuerte para escribir esto, con la esperanza de iluminar el camino a más y más mujeres que me leen desde la oscuridad. Aunque todavía esté temblando.

Ana Veiga
Publicado en Valencia Plaza

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