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La entrañable ingenuidad del lobo con piel de cordero

La extraña relación que los humanos mantenemos con esos otros seres vivos que, presuntuosamente, hemos venido en llamar animales, nos llevó durante siglos a descubrir una fuente de inspiración en la candidez de las ovejas. Tanto que incluso quisimos ver en ellas el anuncio de un nuevo tiempo de esperanza: cordero de dios que quitas el pecado del mundo. Es cierto que al mismo tiempo no faltaron quienes censuraban la pasividad ovejuna para afrontar el matadero, ni aquellos que comparaban el balido del rebaño con la sumisión frente a lo inaceptable. Pero hasta los más críticos acababan admitiendo las virtudes de su bucólica placidez en esas novelas pastoriles de Cervantes o Lope de Vega, o los efectos relajantes que el recuento de borreguitos nos traía en las noches de insomnio. Ni siquiera los más escépticos podían dejar de admirar la díscola perseverancia de la oveja negra por escapar del redil.

Todo ello comenzó a cambiar el 5 de julio de 1996. Aquel día nacía en Escocia la oveja Dolly, el primer mamífero creado artificialmente a partir de una cédula adulta. El éxito de los investigadores Ian Wilmut y Keith Campbell se presentó como una fascinante puerta abierta en la lucha contra las enfermedades y el dolor. Pero al mismo tiempo nos situó ante inquietantes dilemas éticos que nos sumían en el desconcierto y el temor distópico. El caso es que pronto comenzamos a tomarnos en serio aquella premonitoria pregunta que en 1968 se hiciera el novelista Philip K. Dick y que Ridley Scott se encargó de llevar a la gran pantalla: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Hoy el dilema parece inclinarse hacia las conclusiones menos halagüeñas y la ensoñación de bienestar que nos proporcionaban estos lanudos animalitos está trocándose en pesadilla.

Bien lo saben en Australia, donde sus más 80 millones de ovejas triplican con creces a su número de habitantes. Allí, el éxito económico que implica estas cifras de ganado ha terminado por convertirse en un auténtico quebradero de cabeza. El motivo es que la cría selectiva ha transformado a la vieja y castellana merina, que los ingleses introdujeron de contrabando en el siglo XIX en su colonia de las antípodas, en un auténtico monstruo. Si a mediados de los años 80 el peso medio de un ejemplar era 55 kilos, en la actualidad alcanza ya los 90 kilos. Eso ha convertido en un auténtico suplicio el trabajo de los miles de esquiladores que cada año tienen que voltearlas una a una para arrebatarle su lana. El resultado es que pese a los buenos salarios, más de la mitad de estos trabajadores acaban abandonando sus empleos aquejados por graves dolores y lesiones en la espalda y las articulaciones. Vamos, que hasta el mismísimo Jasón se lo pensaría dos veces si tuviera que esquilar con sus propias manos a alguna de estas ovejas australianas para apoderarse del vellocino de oro.

Lo peor, con todo, es que el fenómeno lejos de anecdótico adquiere el rango de metáfora del mundo actual. Es así como las ovejas siguen siendo inspiración para entender el paisaje que nos rodea y en el que no faltan, como en los corrales australianos, monstruos engordados artificialmente por las expectativas avariciosas de riqueza o una pretendida prosperidad. Ahí está este sistema económico cebado en los pastos neoliberales que nos quiebra los huesos si intentamos esquilar su siniestra lana de pobreza y desigualdad que no cesa de crecer. Por no hablar de las gigantes ovejas políticas que amenazan con aplastarnos con su peso, como Isabel Díaz Ayuso o la monarquía, personajes presentados como protagonistas de unos cuentos pastoriles que nos hablan de libertad y fábulas maravillosas mientras en sus lomos no deja de crecer la borra de la ignominia. O ese carnero satánico del posfascismo mimado por los pastorcillos de la derecha mediática y política que hoy se revuelve con apetitos carnívoros a golpe de chats y artríticos ruidos de sables mellados. Ovejas mutantes que nos rodean por todas partes, vestidas con togas de jueces o refugiadas en el anonimato de los bulos conspiranoicos. Ovejas implacables y sin escrúpulos que exprimen nuestras emociones y nuestros miedos, en estos tiempos de crisis y pandemias tan propicios para las emociones encontradas y los miedos. Ovejas siniestras en perpetuo crecimiento que están eclipsando con su voracidad el pavor que nos provocaban aquellos antiguos lobos con piel de cordero cuya ingenuidad, hoy, casi nos resulta entrañable.

José Manuel Rambla
Artículo publicado en Infolibre

 

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