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La Juventud como condena

La juventud ha dejado de ser un rasgo cronológico o biológico para convertirse en algo que nos prestan (o nos imponen) los demás. Como resultado, el reparto de iguales oportunidades y la mutualización de los daños generacionales se están distribuyendo de una forma profundamente desigual.

Si tienes más de veinticinco años y te dicen que eres joven puede que te estén insultando. O, al menos, te están tratando con indebida condescendencia. Si te lo dicen con más de treinta lo más seguro es que te estén hurtando algo que legítimamente te pertenece. Desconfía de quien apele a tu condición bisoña y novel porque, las más de las veces, seguro que estará tramando algo.

La juventud ha dejado de ser un rasgo cronológico o biológico para convertirse en algo que nos prestan (o nos imponen) los demás. El cirujano plástico, tu jefe o la ministra de Educación son quienes, de algún modo, determinan las fases en las que cualquier individuo podría reivindicarse como un ciudadano de pleno derecho. El argumento puede parecer forzado, pero cualquier pacto social requiere de una cierta semejanza entre sus miembros. Pero los jóvenes, o aquellos a los que forzadamente les imponemos tal título, han dejado de ser nuestros iguales.

El debate generacional sobre si era más feliz la familia del 600 o el chaval del patinete eléctrico ha dejado de interesar debido al imposible parangón de ambos escenarios. Por motivos distintos todos ellos andan, tal es la condición humana, un poco regular. Sí creo, sin embargo, que el reparto de iguales oportunidades y la mutualización de los daños generacionales se están distribuyendo de una forma profundamente desigual. Y la justicia, lo sabemos desde Ulpiano, tiene un compromiso con darle a cada uno lo suyo.

Felipe González fue Presidente del Gobierno con 40 años, José María Aznar presidía su partido con 37, los mismos con los que Joaquín Estefanía comenzó a dirigir El País. Hubo un tiempo no lejano en el que en la universidad española se podía aspirar a una cátedra con menos de 30 años y Rimbaud, lo recordarán, dejó de escribir con 19 años. De los 33 años a los que murió Alejandro Magno mejor ni hablamos.

El mito de la precocidad genial es tan injusto como la gerontocracia desde la que algunas élites aspiran a perpetuar su dominio sobre un mundo que ya no existe. Y, tal vez por este motivo, una caricatura como la de Greta Thunberg no es más que la dosis folclorista y algo estridente con la que nuestra sociedad exorciza sus culpas. Cada vez se hace más evidente que salpimentar el consejo de administración de una empresa –o una lista electoral– con algún joven es el nuevo «sienta un pobre a tu mesa por Navidad».

Pero los jóvenes no son un colectivo separado del cuerpo social ni el conjunto de lícitas esperanzas que les asisten pueden ordenarse en torno a un tratamiento diferenciado. Entre la colección de absurdos que ha generado la muerte del sujeto universal en favor de los identitarismos, a los jóvenes les hemos sustraído su condición de ciudadanía plena. Convendría recordarlo de vez en cuando, sobre todo a la hora de administrar derechos y oportunidades: un hombre o una mujer joven es, ante todo, un hombre o una mujer. Y lo bonito de ser joven es serlo, no que te lo llamen.

Diego S. Garrocho
Publicado en Ethic

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