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Los tres «enemigos» de una democracia universal

El primer, aunque no el más grave, «enemigo» de quienes querrían detener el cambio climático mediante una democracia universal son los nacionalistas, los cuales anteponen sus naciones a cualquier tipo de colaboración planetaria. En el fondo, se trata del dilema entre democracia internacionalista y nacionalismo aislacionista.

Lo anterior, sin embargo, no es óbice para aceptar que todas las naciones han generado tradiciones y logros perfectamente respetables y admirables. Pero, en general, los nacionalismos funcionan de forma errónea, porque se comparan entre ellos y cada uno suele considerarse superior a los demás. Una primera consecuencia es que el pueblo supuestamente superior tiende a opinar que los habitantes de otras naciones son «razas inferiores». El resultado es la represión política, el exterminio o la imposición de la «propia paz». Una segunda consecuencia es la actitud negativa de los «superiores» ante las opiniones de los «inferiores», que ni son respetadas ni tenidas en cuenta. En esa tesitura, es muy probable que los nacionalismos rechacen la democracia mundial, única que está capacitada para deliberar acerca del cambio climático, puesto que no aceptan en los consejos donde se debaten cuestiones «serias» a quienes no tienen por aptos.

De todos modos, un país que se considera «especial» puede aceptar a otros pocos como «especiales», lo cual implica establecer una gradación que neutraliza la igualdad de todos los seres humanos y, por tanto, niega la democracia. Por cierto, las naciones que se consideran «especiales» definen a sus miembros como seres más nobles, fuertes, virtuosos, inteligentes y sensatos que los otros; como si hubiesen nacido con unos dones innatos procedentes de unos «genomas nacionales». Ante esa coyuntura, es comprensible que los «países especiales» teman un avance de la democracia mundial, ya que piensan que sus dones se resentirían o, incluso, acelerarían una tendencia negativa.

No obstante, los nacionalismos no deben obstaculizar el desarrollo de una democracia mundial auténtica, porque solo desde la actuación colectiva de carácter cooperativo se puede solucionar un problema que afecta a toda la especie humana.

El segundo «enemigo» de una apertura democrática universal son los neoliberales, quienes se encuentran en una «zona de confort» de la que no quiere salir, puesto que temen que conlleve una pérdida importante de todo lo que ha conseguido el capitalismo a lo largo de los dos últimos siglos. Consideran que la democracia universalista es amenazante para el neoliberalismo, porque estiman que podría significar una vuelta al comunismo.

En efecto, la ideología neoliberal ha conseguido «incrustar» en la mente del público la presunción de que el mejor sistema económico existente es el capitalismo. Con todo, su actitud temerosa les impide ver que esa democracia internacional se acercaría más a una transformación del capitalismo que al propio comunismo y que no tiene por qué sofocar ni las energías ni las iniciativas ni los talentos de la gente. Al contrario, se trataría de darle la oportunidad a todo el mundo de que desarrollase sus talentos. De hecho, corregiría precisamente la pérdida de dichos talentos.

Se trata, pues, de «enemigos» que anteponen la «sana» competencia del capitalismo al cambio climático. Incluso hay economistas que prefieren convivir con los riesgos que el cambio climático implica a cambiar cualquier nimio detalle que afecte al capitalismo. Para ellos, el mercado es el auténtico dios del planeta y, por tanto, intocable. Así pues, cualquier interferencia en dicho libre mercado, se llame democracia universal o de otra forma, es vista por el sistema —y, en consecuencia, por los consumidores— como una dictadura. Queda por ver cuán «libre» es ese mercado, porque, indudablemente, no es cierto que haya libertad para los consumidores —no todo les es ofrecido— ni tampoco libertad de elección para quienes no alcancen un poder adquisitivo mínimo. Es el caso de aquellos seres humanos que no superan el umbral de la pobreza y que abundan en todos los continentes.

Ciertamente, la gente ha terminado por enlazar «mercado» y «libertad», porque las economías planificadas, tal como se desarrollaron en el pasado, han fracasado, lo cual ha decantado a la gente hacia el extremo opuesto. Sin embargo, no debemos olvidar que el «libre mercado» solo funciona si se dan ciertos condicionantes, como son un sistema jurídico, educativo y de transporte que proporcione los trabajadores necesarios en unas circunstancias bien determinadas.

La gran coartada del capitalismo han sido los «buenos resultados» y la «eficacia» del mercado, porque han funcionado de manera más regular, fiable y barata que la planificación y regulación gubernamentales en el pasado. Pero no podemos obviar que, ante las grandes crisis, quien ha «salvado» al capitalismo ha sido siempre el Estado, cosa que los neoliberales olvidan muy pronto. De todos modos, cuando el neoliberalismo habla de «buenos resultados», alude a indicativos económicos relacionados con una productividad mayor y unos precios más bajos, sin tener en cuenta en qué términos humanos se puede dar esa situación; y no hay duda de que los condicionantes humanos son imprescindibles ante el cambio climático.

En un momento como el actual, los «buenos resultados» deberían estar relacionados con una perspectiva ética. Los «buenos resultados» serían, entonces, el fruto de unas existencias mejoradas porque las personas llevasen vidas que mereciesen la pena, lo que implicaría que contasen con ciertas habilidades, capacidades y condiciones determinadas. Indudablemente, no es lo que el capitalismo facilita, ya que actúa de forma totalmente opuesta a lo que de verdad es valioso: un sistema educativo de calidad, viviendas dignas, oportunidades de empleo, comida nutritiva, agua potable…

Finalmente, el tercer «enemigo» al que se enfrentan quienes quieren establecer una democracia universalista para frenar el cambio climático es su propia inefectividad comunicativa, fruto de un lenguaje incomprensible para la inmensa mayoría de la gente.

Toda teoría debería plantearse en un lenguaje que entendiese el público mayoritario y evitar una terminología tan abstracta, además de evitar los ataques descarnados a las fuerzas del mercado para llegar a sus seguidores sin asustarlos. A pesar de que es urgente anteponer los objetivos humanos a los económicos, porque no debemos permitir que lo secundario —el dogma económico— dictamine qué objetivos hay que intentar lograr y se imponga a lo prioritario —la salvación del planeta—, no podemos centrarnos tan solo en el ataque.

La solución debe pasar por enfatizar los objetivos humanos en un lenguaje que entienda la gente sin insistir en responsabilidades y deberes de tipo abstracto. Deberíamos, pues, utilizar una terminología que defendiese la causa atravesando todas las perspectivas y que mostrase el núcleo del asunto mediante una línea argumental motivadora, que es lo que la gente entiende.

Indudablemente, se necesitarían líneas de comunicación que permitiesen el establecimiento de una alianza mundial destacando qué tenemos en común todos los seres humanos. Para ello, tendríamos que ampliar nuestro reducido espacio de visión —que nos impide ver con claridad—, frenar los cambios excesivos de perspectiva y evitar los choques continuados entre nosotros.

En ese sentido, también los políticos tienen un deber moral ineludible, aunque su visión sea muy limitada. Sin duda, algunos no eran así al principio, pero han ido ganando en escepticismo a causa de las circunstancias. Sin embargo, no pueden continuar por ese camino, porque han provocado demasiado daño y sus movimientos han sido demasiado pequeños y lentos, aunque firmes y cautos, y los resultados han terminado por ser desastrosos.

Pepa Úbeda
Publicado en Revista Sur

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