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¡Maldición! Cifuentes tampoco ha leído a Kant

A estas alturas es una evidencia que el caso Cifuentes era también un caso URJC, y que podía extender su sombra sobre la universidad pública. Como todo el mundo sabe, tras la polémica en torno a la obtención por la señora Cifuentes de un título de máster por la URJC, ésta abrió una investigación, encomendada a la jefa de Inspección de Servicios de la URJC, Pilar Trinidad, profesora titular de Derecho Internacional. Pero la necesidad de reaccionar para evitar más sombras sobre la propia URJC y sobre las universidades públicas ha quedado acreditado por el hecho de que, por primera vez ante sucesos de este tipo, un rector (y nada menos que el presidente de la Conferencia de Rectores, el respetado historiador Roberto Fernández) hizo una declaración matizada, en la que deslizó la sugerencia de que la URJC se había precipitado en el apoyo a la posición de la señora Cifuentes. Al poco, se produce el giro significativo: el propio rector de la URJC solicita de la CRUE un inspector externo y la respuesta afirmativa desde la CRUE es inmediata…

Mientras tanto, la principal interesada se niega a discutir públicamente las dudas que le afectan y ha lanzado el aviso de la presentación de dos querellas contra la periodista autora del reportaje en eldiario.es y contra su director, mientras alardea de su condición de víctima de campañas oscuras que serían la venganza contra su implacable voluntad de limpieza y transparencia en lo público. ¿Transparencia? ¿Puede hablar de transparencia quien se niega a responder y a proporcionar los datos más elementales requeridos por la investigación? ¿Por qué me vendrá a la cabeza aquello de Aguirre de que era ella quien había destapado la trama Gürtel?

¿Democracia sin control, sin transparencia?

Sobre la dimensión política de este asunto se ha escrito y se escribirá aún, estoy seguro. Me limitaré a apuntar algo que sugería Máximo Pradera y que considero importante subrayar para denunciar una de las confusiones más habituales en la discusión. Una falacia argumentativa tan básica como comúnmente ignorada: la confusión entre presunción de inocencia, principio jurídico básico en el ámbito penal y administrativo, y la exigencia de respeto a la «presunción de inocencia» en política, que no sólo no es un derecho, sino es un grave error. Como recuerda Max Pradera, pedir presunción de inocencia en política destruye el principio básico de la democracia, ejercer control continuo y no superficial. Porque la democracia se basa en la experiencia de que hay que sospechar de todo aquel que ejerce el poder y, por ello, la necesidad de someterlo a control. La democracia –lo explicó Aristóteles– no se basa en la pregunta ¿quién debe gobernar?sino en la pregunta ¿cómo se debe gobernar?, es decir, en la institucionalización de medios que permitan exigir responsabilidad a quien gobierna, lo que requiere poder controlarlo. Cuanto más, mejor. Por eso, en política se invierte la carga de la prueba: es el político quien debe demostrar que no ha actuado mal. Y por eso la tarea de la oposición en el Parlamento, y de los otros poderes (básicamente el judicial y el cuarto poder, los medios libres), es sobre todo actividad de control.

No hay democracia sin controles, que a su vez no pueden existir sin la publicidad, sin la transparencia, conforme al principio que dejara enunciado Kant y que es referencia obligada: «Son injustas todas las acciones que se refieren al derecho de otros hombres cuyos principios no soportan ser publicados«. En realidad, la exigencia de publicidad entronca con el leit motiv de la obra de Kant y los ilustrados, esto es, la defensa de la libertad de crítica como expresión de la razón. Es sabido que Kant insistía en la prioridad del «tribunal de la crítica» y todo el mundo (salvo la señora Cifuentes y alguno más, me temo) recuerda su dictamen recogido en la Crítica de la razón pura: «Todo ha de someterse a ella. Pero la religión y la legislación pretenden de ordinario escapar a la misma. La primera a causa de su santidad y la segunda a causa de su majestad. Sin embargo, al hacerlo, despiertan contra sí mismas sospechas justificadas y no pueden exigir un respeto sincero, respeto que la razón solo concede a lo que es capaz de resistir un examen publico y libre». Esto es lo que parece olvidar la señora Cifuentes: sólo obtendrá respeto si se somete a ese examen. Quien se hurte a él podrá quizá seguir gobernando, pero sin poder a su vez exigirnos respeto. Y aquí cabe evocar aquello del cardenal de Retz, tantas veces mal atribuido a Lichtenberg: «Cuando los que gobiernan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto». Difícilmente podrá exigir la señora Cifuentes que le respeten los madrileños si ella actúa tan desvergonzadamente.

La Universidad y el tribunal de la libre crítica 

Recordado lo anterior, me interesa sobre todo una dimensión que la señora Cifuentes parece ignorar también y que, de ser así, evidenciaría ignorancia culpable, habida cuenta de su condición de funcionaria de la administración universitaria: si hay una comunidad que no puede existir sin máxima apertura y libertad de crítica, esa es la Universidad. Añadiré que, a mi juicio, una parte de los males de nuestras universidades resultan del estrechamiento de eso que es, que debe ser,  nuestro hábitat natural. Porque las finalidades de la Universidad –investigación, formación especializada a través de la docencia, difusión y transferencia del conocimiento– exigen la máxima publicidad, en el sentido de la mayor transparencia, de la máxima libertad de crítica.

Ante todo, porque lo mejor que tratamos de hacer en la Universidad lo hacemos para que pueda ser discutido y criticado. Ninguno de nosotros en la Universidad escribe artículos, libros, tesis de grado o doctorales para que queden enterrados y nadie los lea y discuta. Y si alguien acude al subterfugio de la protección de la privacidad es que no ha entendido dónde ni para qué está. Salvo que, obviamente, se trate de descubrimientos de tal importancia que hayan de ser protegidos hasta que quede garantizada su autoría. A mi juicio, no parece que fuera el caso, por ejemplo, de la tesis doctoral de Francisco Camps, que pretendió ser hurtada a la publicidad y que, cuando por fin se pudo conocer, no supuso (que yo sepa) ninguna revolución en los modelos electorales. Sinceramente, tampoco creo que sea el caso de ese Trabajo Fin de Máster de la señora Cifuentes, si es que aparece o cuando aparezca.

De paso, por supuesto, habrá que convenir en que este ideal que debería caracterizar a la comunidad universitaria es eso, un modelo, una idea-guía. Ergo los universitarios somos los primeros comprometidos por esa exigencia, lo que quiere decir que no cabe esconderse bajo el alegato gremial y negar que existen situaciones poco compatibles con el modelo. No: no todo funciona bien, ni todo es igual en las universidades públicas (y no les digo de las privadas). Hay que reconocer que no todos los estudiantes, los PAS, los profesores e investigadores y los equipos de gobierno, con sus rectores, están –estamos– a la altura de lo exigible y por eso la atención crítica debe ser constante para corregir y mejorar. Eso exige la máxima transparencia. Aunque conviene añadir, para quien no lo sepa, que los universitarios somos probablemente los profesionales más sometidos a evaluaciones y controles.Otra cosa es que el sistema de evaluación y control no sea, a su vez, manifiestamente mejorable. Pero habrá que decir a la opinión pública, por ejemplo, que los másteres y programas de doctorado deben pasar por la revisión de comisiones externas de evaluación y de las agencias de evaluación de las comunidades autónomas y de la estatal. Y reciben calificaciones, de las que depende no ya su prestigio, sino su supervivencia.

Si aún así se producen anomalías, como las que acabamos de conocer, es evidente que hay que trabajar más y con más transparencia en el control. Porque quizá estos comportamientos tan poco elogiables que hemos conocido sean sólo la punta del iceberg y sea mayor de lo que pensamos la presencia de malos usos derivados, por ejemplo, de ciertaspuertas giratorias: me refiero a malas puertas giratorias entre la Universidad y centros de poder, los partidos políticos, las empresas, los bancos, los medios de comunicación. Insisto: malas puertas, porque el contacto y la transferencia entre la Universidad y esos ámbitos no sólo es conveniente, sino necesario. Pero bajo la máxima transparencia posible. Y hay que corregir asimismo –a mi juicio– ese riesgo de contaminación que significa la adopción prioritaria y cada vez más extendida de criterios economicistas en la Universidad. No digo que no nos importen la eficiencia ni la rentabilidad en la Universidad, pero –a mi juicio– la docencia, la investigación, la creación y difusión de conocimiento no deberían regirse sólo ni aun prioritariamente por ese rasero. Temo que la señora Cifuentes no comparta nada de lo dicho cuando, por ejemplo, emprende un modelo de regulación de las Universidades en su Comunidad como la ley que ha presentado. Los universitarios debemos reaccionar. Y llevar nuestras críticas ante el tribunal de la libre discusión por parte de todos los ciudadanos. Parece que el presidente de la CRUE se mueve en esa dirección. Yo sé que él sí ha leído a Kant.

Javier de Lucas
Artículo publicado en Infolibre

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