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Roja y rota

Desde hace tiempo, se ha sostenido que la izquierda es más susceptible de sufrir divisiones porque su objetivo es emancipar a los ciudadanos de cualquier forma de explotación. No obstante, la derecha es ahora quien sufre más rencillas entre sus filas. ¿Son, ahora, quienes más quieren el cambio, aunque muchas veces sea a través de las tijeras de los recortes?

Unos arquitectos debaten qué construir en un solar vacío y, al lado, otros arquitectos discuten cómo preservar un edificio construido del desgaste del tiempo. Es fácil imaginar que los segundos llegarán más rápido a un consenso que los primeros. Es más difícil ponerse de acuerdo para crear algo nuevo que para conservar lo que ya tenemos. Esa es la razón por la cual, de acuerdo al saber popular y también de muchos analistas, la izquierda sufre más divisiones que la derecha. Los políticos progresistas tienen una meta positiva; los conservadores, una negativa. La izquierda quiere crear un mundo nuevo y eso abre inagotables interrogantes. ¿Nacionalizamos los bancos y ciertas industrias? ¿Diseñamos un Ingreso Mínimo Vital o una Renta Básica Universal? ¿Fijamos topes a los precios de algunos productos, como los pisos de alquiler, o dejamos que el mercado actúe y luego ofrecemos ayudas a los sectores más afectados? Los caminos del Dios del progreso son infinitos.

Sobre las divisiones seculares de la izquierda se ha ironizado desde, como mínimo, la escena en La vida de Brian en la que unos militantes separatistas muestran airados las supuestas diferencias entre el Frente Judaico Popular y Frente Popular de Judea. También se ha teorizado. En un interesante artículo en El País sobre las disputas entre Podemos y Sumarel politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca subrayaba que las izquierdas tienden a escindirse más que las derechas porque «las primeras son más ambiciosas en sus objetivos». Su objetivo es emancipar a los ciudadanos de cualquier forma de explotación, dotándoles de autonomía; por ejemplo, con el despliegue de Estados del bienestar cada vez más generosos.

A pesar del valor de esta ley, durante lo que llevamos de siglo XXI en España y finales del XX en otros países, en ocasiones lo que vemos no es tanto una lucha por expandir los derechos sociales ligados al Estado del bienestar, sino más bien todo lo contrario: un combate por preservarlos. En esta contienda, los «conservadores» son las izquierdas y quienes quieren cambiar las cosas, aunque sea con las tijeras de de los recortes, son los políticos de derechas. Quizás esto explica por qué, crecientemente, vemos más divisiones en la derecha que antaño.

A diferencia de lo que ocurría en décadas anteriores, cuando, si bien podían convivir tres o cuatro partidos de derecha en algunas democracias parlamentarias, como las centroeuropeas o las nórdicas, estas formaciones eran amigables las unas con las otras y coexistían en pacíficas coaliciones, ahora el ambiente político en el flanco conservador se ha envenenado. Pactan para gobernar, como ha hecho el PP de Mañueco con el Vox de García-Gallardo en Castilla y León, o el Partido Moderado del primer ministro sueco Ulf Kristersson con el ultraderechista Demócratas de Suecia, de Jimmie Åkesson. O como seguramente veremos en Finlandia en el futuro próximo y hemos visto en Italia en el pasado reciente. Pero ya no cohabitan alegremente, sino que exhiben sus discrepancias en público, cuando no, como ocurre cada vez más a menudo, ocultan sus pactos y se niegan a aparecer en la misma foto. Si lo hacen, como el líder del partido liberal sueco en la presentación del acuerdo de gobierno con la derecha radical, muestran un rictus serio, sin sonreír.

¿Por qué? Pues porque la derecha es quien ahora, en los viejos modelos de bienestar europeo, quiere cambiar las cosas. ¿De verdad? No, en la mayoría de los casos, la suya es una retórica vacía. La extrema derecha cabalga sobre las desilusiones populares sin ofrecer nada sustantivo. Pero estos nacionalistas son los que, aunque sólo sea de palabra, se proyectan como antisistema a un mundo globalizado e interconectado donde la gente (y los bienes) se pueden mover con relativa libertad de un país a otro. 

La cuestión es por qué persisten las fuertes disidencias en el bando progresista cuando la izquierda no representa una opción de cambio tan sistémica como en el pasado, cuando prácticamente los líderes de la izquierda son intercambiables los unos por los otros sin suponer un terremoto en términos de políticas públicas. Un ejemplo es el ayuntamiento de Barcelona. Las políticas de la alcaldesa Colau son una prolongación, sin ruptura, de las de sus predecesores socialistas en el cargo. De hecho, muchas han sido implementadas por personas que antes implementaban las políticas de esos alcaldes socialistas. Si gobierna Collboni o incluso Maragall, la filosofía de las políticas será prácticamente idéntica. 

Probablemente hay muchas razones, pero me gustaría destacar una ligada a la naturaleza en la que emergieron los nuevos partidos de izquierda que, hace una década, llenaron de múltiples colores las papeletas electorales para nuestros ayuntamientos, comunidades autónomas y parlamentos: la «ley de hierro de la oligarquía». Esta hipótesis, lanzada por el pensador conservador Robert Michels hace una centuria, dice que las formas de organización que empiezan como particularmente democráticas (pensemos en los famosos y ya abandonados «círculos» de Podemos) acaban, por motivos de supervivencia de la propia organización, en manos de una élite oligárquica. Y si analizamos el historial de purgas, suspensiones de afiliación, imposiciones de listas prefabricadas y ensañamientos mediáticos contra los disidentes, pocas formaciones en España han cumplido antes, y con más pulcritud, la ley de hierro de la oligarquía. Unidas Podemos puede ser uno de los partidos más jóvenes de nuestro país, pero es, sin duda, el que ha envejecido más rápido.

La España roja está rota. La azul, también. Ojalá algún día alguien alumbre una España gris, pero unida.

Víctor Lapuente
Publicado en Ethic

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