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Las puertas del infierno

Tal vez estemos en la antesala del infierno climático. Tal vez en el borde del precipicio y quién sabe si ya no hemos saltado al vacío

En septiembre de 2023, el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, alertaba de que la humanidad había abierto «las puertas del infierno» y era urgente evitar llevar al planeta hacia un «precipicio climático». Los alarmantes datos disponibles hace un año han sido superados este verano. Los estudios subrayan que hemos entrado en «terreno inexplorado» y utilizan términos como «nunca antes», «fuera de lo común», «excepcional» o «sin precedentes». Se refieren también al verano más cálido desde la era preindustrial, aumento de DANAS catastróficas, récord de temperaturas del mar, récord de días cálidos con valores anómalos en toda Europa, olas de calor más frecuentes, incendios forestales fuera del verano, riesgo de estrés hídrico general, alertas por sequía o riesgo de desertificación. Se han batido récords con respecto a los niveles de gases de efecto invernadero, las temperaturas en superficie y en los océanos, el aumento del nivel del mar y el deshielo. De ahí que se haya incrementado el número de alertas y declaraciones de emergencia ante eventos climáticos extremos. De modo que tal vez este haya sido el verano más fresco, con mayor cantidad de agua potable disponible y con menos episodios extremos del resto de nuestras vidas.

Las evidencias aportadas por la comunidad científica sobre la huella de la acción antrópica en el anómalo proceso de calentamiento global y sobre las consecuencias del cambio climático no dejan lugar a dudas. Buena parte de los riesgos climáticos han alcanzado ya el nivel crítico y si no se adoptan medidas con urgencia todos lo alcanzarán (algunos con dimensión catastrófica) de aquí a mitad de siglo. Disponemos de información sobre los profundos efectos en la salud, el acceso a agua potable, la alimentación y la vida de las personas más vulnerables, la economía, el empleo, los recursos no renovables, las ciudades, los territorios o los ecosistemas. Sabemos que el cambio climático es un multiplicador de riesgos y que los costes económicos de no hacer lo suficiente ahora serán incalculables en un futuro próximo. Y sabemos también que los efectos serán más intensos en la Europa del Sur y en especial en las regiones del Mediterráneo. La editorial Tirant Lo Blanch publica estos días un excelente estado de la cuestión sobre cambio climático en España, elaborado por geógrafos españoles, que ayuda a entender la situación crítica en la que nos encontramos.

Pero lo cierto es que no estamos haciendo lo suficiente. Y aunque abandonemos toda esperanza de revertir la situación, recordando la inscripción que Dante encuentra en la puerta del infierno, podríamos hacer mucho más para mitigar los efectos, adaptarnos y, en su caso, anticiparnos a los cambios. La pregunta que debemos hacernos es por qué cuesta tanto superar inercias, modos de vida, patrones de consumo individuales y colectivos y cambiar enfoques de políticas públicas que van justo en la dirección contraria de lo aconsejable. Sugiero, entre otras muchas, tres posibles explicaciones.

Las próximas generaciones

En primer lugar, no resulta tarea sencilla conciliar el interés en las próximas elecciones con los derechos de las próximas generaciones. El tiempo político, que en democracia suele ser de cuarenta y ocho meses, prevalece sobre un tiempo ecológico, que se mide en décadas e incluso siglos, y ello condiciona las agendas ambientales. A pesar de los progresos notables en Europa (aunque hay diferencias muy significativas entre países, entre grupos de edad y por nivel formativo), en conjunto persiste una disonancia estructural entre objetivos deseables en el medio y largo plazo y los intereses inmediatos de una sociedad que vive y percibe su realidad espacio-temporal en el corto plazo y la distancia próxima. Las mayorías sociales, aun manifestando en barómetros y encuestas una creciente toma de conciencia del problema, siguen más pendientes de un presente continuo, muchas veces precario, que de un futuro incierto y «lejano». Persisten contradicciones y resistencias a aceptar cambios drásticos tanto en el modelo de crecimiento como en nuestros modos de vida. Por ejemplo, es posible situar el cambio climático como tercera preocupación en la Europa de los 27, solo precedido por la salud y la guerra, pero a la vez manifestarse en contra de medidas que afectan al comportamiento individual, como subir los precios de los carburantes para reducir la conducción privada de vehículos, limitar los vuelos dentro de la Unión Europea para reducir la contaminación o pagar una simbólica tasa turística.

En segundo lugar, los contextos sociales, culturales e institucionales específicos son más importantes que los textos legales e incluso en ocasiones que los presupuestos. El protagonismo de los actores políticos para afrontar los efectos del cambio climático es fundamental. Pero no habrá progresos significativos y transición ecológica y energética si no se cuenta con el apoyo de amplias mayorías sociales. En la reciente historia del medio ambiente en Europa occidental casi siempre se ha dado una secuencia parecida: primero se alerta de la gravedad de determinados procesos desde ámbitos científicos y académicos; luego los medios de comunicación, que desempeñan un papel fundamental, se hacen eco de las investigaciones; más tarde la opinión pública empieza a percibir de forma mayoritaria los riesgos, los peligros y los efectos indeseables de determinadas prácticas y dinámicas; finalmente, estas cuestiones se incorporan en la agenda política. Nosotros estamos a mitad de camino y alterar la secuencia no garantiza el éxito de políticas ambientales más ambiciosas. De ahí que sea difícil encontrar el punto de equilibrio adecuado entre el proceso de maduración de contextos sociales y el impulso de políticas concretas en las distintas escalas. El ejemplo de las movilizaciones de los agricultores europeos en fechas muy próximas a unas elecciones al parlamento europeo, que ha tenido como resultado un retroceso en la agenda medioambiental, ilustra esta dificultad de conciliar contextos y tiempos.

Ahora bien, lo que no tiene justificación alguna es el impulso irresponsable de políticas públicas que agravarán la crítica situación actual. Si ya sabemos que el área mediterránea será una de las más afectadas por el cambio climático, lo más prudente sería que los responsables políticos estuvieran a la altura del momento. Pensando en la huella ecológica y apostando por la mesura, la regulación y las políticas de anticipación y mitigación, en vez de exhibir como éxitos determinados récords que en realidad son consecuencia de prácticas y procesos insostenibles. Lo aconsejable sería no aprobar proyectos depredadores del litoral español con miles de nuevas viviendas residenciales, incluso en lugares que no pueden garantizar agua potable y carecen de sistemas de depuración, impulsar nuevas políticas sostenibles de gestión del agua, repensar desmesurados proyectos de ampliación de infraestructuras, macrocomplejos turísticos, macroplantas o macrogranjas, revisar modelos y paliar externalidades del turismo de masas y reconsiderar ayudas públicas para la expansión de nuevos regadíos.

En tercer lugar, la «industria de la desinformación» ha dado un salto cualitativo extraordinario durante la última década. Estas estrategias deliberadas de desinformación y polarización, utilizan las redes sociales, think tanks o nuevas plataformas digitales de comunicación, disponen de abundante financiación procedente de lobbies energéticos, de grandes «mercaderes globales» de la industria agroalimentaria y de otros grupos de interés y condicionan el ecosistema informativo y la agenda política. Hasta el punto de que ahora ya se cuestiona la solvencia académica y científica de especialistas, negando datos, sembrando dudas y haciendo del negacionismo climático un elemento más de su batalla cultural y de confrontación electoral. Estudios recientes indican que el impacto de la «twittosfera climática» ya es muy significativo, puesto que casi un tercio de los mensajes niegan el origen antrópico del cambio climático, combaten las aportaciones científicas y expanden los discursos de odio. Estas estrategias políticas de desinformación, acentúan la división en las sociedades, impiden la construcción de consensos y bloquean el impulso de políticas. La buena noticia es que gracias al trabajo de la comunidad científica y de muchos medios de comunicación se empieza a percibir la gravedad de la situación. También los poderes públicos, incluido el poder judicial, se sienten mucho más interpelados y concernidos.

Tal vez estemos en la antesala del infierno climático. Tal vez en el borde del precipicio y quién sabe si ya no hemos saltado al vacío. Lo sabremos en menos de una década. Razón de más, en todo caso, para que desde distintos ámbitos sigamos actuando como sistema de alarma. Prosiguiendo con investigaciones y aportando evidencias, enseñando en centros docentes, proporcionando buena información a la ciudadanía y exigiendo otras políticas. No será tarea sencilla. Ni siquiera en Europa y menos en el caso español, donde el estado de opinión indica que queda mucho trabajo pendiente. Y los avances no están asegurados, de ahí la gran tarea que nos aguarda.

Joan Romero
Publicado en Levante.emv

  1. Enric Sanchis Gómez Says:

    Muy buena, una vez más, la reflexión del profesor Romero. Solo una sugerencia para la próxima: Al hacer afirmaciones del tipo «repensar desmesurados proyectos de ampliación de infraestructuras, macrocomplejos turísticos, macroplantas o macrogranjas…», entiendo que es importante reducir un poco el nivel de abstracción y denunciar casos concretos. A mí, esa frase me lleva directamente a pensar en la monstruosa ampliación del puerto de València, pero creo que hay que decirlo explícitamente cada vez, hasta aburrir; y de paso denunciar también con nombres y apellidos a todos esos partidos políticos (con «sentido de Estado») fuertemente enfrentados por tantas cosas pero encantados en ponerse de acuerdo para perpetrar ecocidios. Gracias profe.

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