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Sexo ante notario

El caso de Gisèle Pelicot ha sacudido al mundo por su crueldad, pero también por su tratamiento judicial, ya que los abogados defensores siguen dudando de la víctima. Si sucede esto con cientos de grabaciones en vídeo de los hechos, ¿a qué no se tendrán que enfrentar las demás mujeres?

El septuagenario entra en la sala, caminando a duras penas ayudado por un bastón. Ligeramente encorvado, bajo un forro polar gris, se deja caer en un sillón azul. Le dijeron que allí estaría más cómodo y, aunque la mañana se antoja fatigosa, los cálculos de la vejiga y la infección renal no serán lo más amargo a lo que deba hacer frente ese hombre con aspecto de inofensivo jubilado. Cada hora y media, como máximo, hacen pausas de quince o veinte minutos en las que puede tumbarse en un colchón y apoyarse en una almohada, pero Dominique Pelicot ya, desde primera hora, parece cansado.

Hace justo cuatro años estaba en plena forma cuando, fingiendo hacer la compra en un supermercado de Carpentras, en Francia, grabó con su teléfono móvil (escondido en una bolsa) la ropa interior de las mujeres con las que se cruzaba en los pasillos. Sorprende la frialdad entonces del hombre que, protegido por una mascarilla FFP2 –aún estábamos en pandemia–, reacciona ante la indignación del vigilante de seguridad que le descubre y la incredulidad de una de las víctimas. Aquella solo fue la última de las perversiones de un monstruo asquerosamente humano. El resto se materializaron en un disco duro que hizo saltar por los aires la vida de una Gisèle que, hasta ese momento, veía en el corpulento Dominique un marido, padre y abuelo ejemplar. Porque a ese Dominique no solo le gustaba grabar bajo la falda de las clientas del súper, sino que durante una década disfrutó drogando y entregando a otras alimañas como él a su mujer, a la que violaron del orden de ochenta salvajes. Lo grabó todo y lo conservó. Tal vez porque se creyó impune pero, sobre todo, porque entendió que su mujer y madre de sus hijos era una posesión a la que ultrajar, humillar y seguir engañando. La prefería dormida porque así no descubriría al depravado con el que llevaba casada media vida, para no tener que enfrentarse a un «no». Porque los sujetos como Pelicot no preguntan si la respuesta no conviene.

Durante un tiempo que, efectivamente, fue una vida, pasaron por su casa de Mazan hombres que entraban, violaban a una inconsciente Gisèle, y se marchaban. Estaba todo medido al milímetro. Aguardaban pacientemente en el coche a que Dominique les diese la orden de entrar, se desvestían en la cocina, se lavaban las manos para tenerlas calentitas y no podían ponerse perfumes. El objetivo era consumar la agresión sexual con todo tipo de precauciones para que la víctima no despertara en ningún momento. No tenían que usar preservativo y no pagaban a Dominique. El desprecio por el ser humano que seguía siendo el cuerpo inanimado de Gisèle, más que el dinero, era lo que alimentaba su ego.

Me interesa este caso como perfecto ejemplo de la transversalidad del machismo y del perfil de agresor sexual. Viejos, jóvenes, robustos, enclenques, barbudos, imberbes, casados, solteros, camioneros, periodistas, enfermeros, estudiantes, obreros de la construcción. Todos tuvieron sexo con una persona inconsciente que no pudo decir ni sí ni no. Les une la cobardía (usando mascarillas para evitar ser reconocidos públicamente) y el desprecio a la mujer. Pero, sobre todo, este caso es un magnífico barómetro sobre el valor de la palabra en función del sexo. El sesgo que el género imprime al relato, a la denuncia.

Miren, hay 92 violaciones documentadas a Gisèle Pelicot. Solamente uno de los acusados estuvo seis horas violando a esta mujer. Y, aun así, en este juicio se ha escuchado a abogados defensores poner en duda su palabra. Como si realmente se estuviera haciendo la dormida y participando conscientemente de un vergonzante espectáculo. Como si disfrutara mostrando a todo el mundo ese material tan explícito. Un letrado llegó a preguntarle: «¿No tendrá usted una secreta inclinación por el exhibicionismo?».

Si esto ocurre con una respetable abuela y directiva jubilada, armada hasta los dientes de pruebas gráficas, qué no tendrá que demostrar una joven con tres copas de más. O niñas o jóvenes de familias desestructuradas o de colectivos vulnerables.

Varios de los 51 salvajes que se sientan en el banquillo en Aviñón no se reconocen como violadores. A pesar de que se les vea perfectamente en esos vídeos que no dejan resquicio alguno para la duda. Uno de ellos admite que penetró a Gisèle a pesar de que llegó a pensar, incluso, que estaba muerta. Otro ha declarado que acudió a casa de los Pelicot para consumar el delito porque no tenía nada mejor que hacer en Nochevieja.

Estas atrocidades fueron posibles durante, al menos, diez años gracias a un pacto de hombres. Ese pacto en el que la opinión o el parecer de la mujer no se contempla, como sus derechos. En Murcia, siete empresarios han reconocido haber participado en la prostitución de menores de edad a las que captaban en puertas de colegio y discotecas. Muchas procedían de familias sin recursos. Tenían menos de 17 años. Las pedían «nuevas» y sabían que eran menores. Los abusos tenían lugar, a veces, en despachos de bufetes de abogados (también hay puteros con toga), y algunos hombres se prestaban como taxistas para llevar a las niñas de un proxeneta a un abusador. El pacto de hombres. Todos sabían. Ninguno denunciaba. Nadie pensó en los derechos de esas niñas. Sin embargo, no habrá prisión para ninguno porque el juicio llegó tarde.

Hoy, cuatro años después de que un vigilante de seguridad descubriera la verdadera cara de Dominique Pelicot entre los lineales de un súper, Gisèle sigue siendo víctima, aunque su imagen de mujer empoderada, voz de las silenciadas y cuestionadas, se haya impuesto al victimismo. Pero el sesgo para las mujeres sigue ahí. Recuerden el rostro de esa mujer, enmarcado por una ya icónica melena pelirroja, encajando en un tribunal las dudas inconcebibles de señores con toga y cobardes con mascarilla. Recuérdenlo cuando escuchen, que lo harán, el manido argumento del pobre hombre que va a tener que pedir un acta ante notario para demostrar el consentimiento de un simple beso.

Inés G. Caballo
Publicado en Ethic

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