València: el exotismo de ser ciudadano
¿De verdad es “turismofobia” lo que se experimenta en la ciudad de València? Vivo en su centro histórico desde que vine a estudiar a la universidad: 52 años. Cambiando de casa, pero siempre en un radio no superior a 500 metros de distancia del Micalet. He contemplado la decadencia de algunos de sus barrios, la lentitud de las rehabilitaciones, el desinterés en levantar nuevas fincas allá donde los solares proclamaban la huella del abandono, el cierre de locales de ocio y restauración…
Confieso que la ampliación del fenómeno turístico me creó la ilusión de que algo podía cambiar para bien, hasta que llegó la marabunta. Al principio eran grupos discretos e individuos que, salvo por los extravíos de los “Erasmus” en fines de semana, alentaban la vida de las calles, retenían algunos pequeños negocios y extendían el reconocimiento del patrimonio histórico de la ciudad, al tiempo que impulsaban el adecentamiento de fincas que parecían condenadas a sufrir la ira de la piqueta.
Ahora ya he perdido la fe en el cambio, una vez percibida su explosiva intensidad. El turismo se ha agigantado a ojos vista, reduciendo la vecindad permanente y dinamitando la existencia de establecimientos que habían resistido más de un siglo. La elevación de los precios de viviendas y locales ha desalojado a las personas y desestimulado los negocios de artesanos y menestrales. El alquiler familiar ha pasado a ser alquiler turístico. El comercio de cercanía se ha transformado bajo diversos y nuevos disfraces, -bar, pub, restaurante, venta de recuerdos, alquiler de bicicletas y patinetes-, destinados a los visitantes.
¿Consecuencias? Sentirte un extraño en tu propia tierra. Experimentar cómo se reduce tu condición de ciudadano. Pagar más por la casa donde vives, en el caso de que puedas permitírtelo; rascarte más el bolsillo por lo que compras en las llamadas tiendas de conveniencia (por cierto: convendrán a otros, porque a mí me sobra con la mitad de esos horarios extravagantes de 13 y más horas diarias de apertura); abonar mayor precio por lo que consumes en el bar o lo que comes en el restaurante (los menús para trabajadores y empleados han desaparecido); tardar más tiempo en desplazarte a causa de la invasión de las calles por multitudes que las colmatan; respirar las vaharadas que desprenden los vómitos y orines de quienes no sujetan su encandilamiento por un alcohol cinco o diez veces más barato que en sus países de origen; sufrir los cambios de dirección de las calles y arrojar más carbono a la atmósfera tras la prolongación de los trayectos que te conducen a casa; sentir la tentación de llevar contigo un espejo retrovisor, cuando sales a la calle, para controlar el tránsito de los grupos de vehículos que te atacan tanto por delante como por detrás con independencia de lo que indiquen las señales de tráfico.

Manifestación por el derecho a la vivienda en València. Foto: Rober Solsona/EP
Y no acaba ahí todo, porque los vecinos de las zonas de alta densidad turística también estamos sometidos a prestar algunos servicios públicos ante la extrema dificultad de encontrar policías locales de a pie a quienes recurrir. De este modo es el vecino dolido quien ayuda al turista despistado cuando no encuentra algún objetivo visitable, busca una calle, necesita de una farmacia o pretende cenar paella a las diez de la noche. Sí, apaleados, además de lo otro.
Ya hace tiempo que indiqué mi creciente temor a convertirme en una especie atávica, por más que ahora la jerga moderna prefiera hablar de “ciudadanía resiliente” para darle un toque “chic” al hartazgo. De hecho, hacer silenciosa compañía al “fartet” y al “samaruc” de la Albufera, en el Museo de la Ciudad, quizás sea el “caritativo” destino que algunos pretenden para los que todavía somos vecinos de la València que se muere de éxito al calor de las nuevas mesnadas de viajeros. Pero, como hablar es lo único que me queda y no quiero facilitar la labor de los codiciosos, prefiero que se me declare objetor turístico. En especial, si los de siempre siguen afirmando que el turismo beneficia a la ciudad, como si todos los valencianos, monedero en mano, pudiéramos pasar por el Ayuntamiento y recibir la alícuota parte que nos corresponde o una justa compensación impositiva por el sobreesfuerzo vecinal soportado.
Si no es así, -y no lo es-, quedará claro que el boom turístico de València es cosa de una parte minoritaria de sus habitantes y/o propietarios. Y, si insoportables resultan algunas de las deseconomías externas que experimentamos quienes habitamos ciertas partes de la ciudad, mayor aún es el perjuicio de quienes pierden su hogar o no pueden hallar el suyo a causa de la incidencia del alquiler turístico sobre la totalidad de los alquileres. A esto se le llama acentuar la desigualdad. A esto se le llama frustrar proyectos de vida de jóvenes y familias. A esto se le llama la obligación de migrar a otro lugar, aunque ello implique mayores gastos de movilidad y menor tiempo de conciliación con los más próximos. A esto se le llama retraso en la emancipación personal y el retardo de una natalidad precisada de hogares aptos para el aumento de tamaño de las unidades de convivencia.
Algunas autoridades se refugiarán en que se trata de consecuencias inevitables causadas por el funcionamiento del mercado. Pero me pregunto si son conscientes de cómo las decisiones municipales influyen sobre dicho funcionamiento en una dirección que considera preferentes determinados intereses particulares: ¿de quién es la ciudad, señora alcaldesa?
Manuel López Estornell
Publicado en Valencia Plaza