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El callejón del Peregrino

En València, entre el Jardín Botánico y lo que fue la sede de un importante partido político, existe un callejón sin apenas circulación. Cercano a la Casa de la Caridad, lo transitan personas sin hogar. En invierno es menos desapacible que los arcos de los puentes del río y, por ello, algo más habitable, si es éste un adjetivo apropiado para quienes tienen el cielo como techo. A nuestro personaje le llaman el Peregrino. Forma parte de los habituales del callejón y su alias revela aquel pasado en el que solía recorrer las grandes ciudades, siguiendo una cronología coincidente con sus fiestas mayores. En tan solemnes ocasiones, el Peregrino siempre hacía uso de su gran habilidad para arrancar sentidos destellos de su violín; aquel camarada de rutas, asfalto e inclemencias de todo tipo. Según él mismo narraba, ya desde niño había mostrado gran habilidad para el uso de este instrumento y, gozando en aquel tiempo de una posición acomodada, conseguía sorprender a los profesores de música que su familia le proporcionaba. Pronto, comenzó a crear composiciones cuya característica más singular residía en las sugestiones que provocaba en sí mismo y en sus oyentes. Había quien, al escucharlas, avistaba caballos de fuego volando por el cielo. Otros creían leer, en las paredes, sonetos y hasta octavas reales de grandes poetas. Para un tercer grupo, la lluvia de notas musicales sugería cuadros de los grandes clásicos, con sus personajes abandonando retablos y frescos para disfrutar de una danza improvisada. El Peregrino, que con el violín había logrado la evocación de una cultura integradora de muy diversas artes, percibió, tiempo después, que su genialidad se desvanecía cuando permanecía en la misma ciudad durante un tiempo prolongado. De poco le sirvió acudir a la segunda residencia familiar o a hogares de personas que se presentaban como amigos, ofreciéndole bellos y recónditos lugares donde, para su sorpresa, los residentes exteriorizaban permanentes y muy diversas frustraciones. En cada ocasión comprobó que su magia musical llameaba durante unos días para, a continuación, encallar en el silencio. Pasados varios años, cuando el violín comenzaba a vestirse de polvo y desaliento, unos amigos le invitaron a realizar un largo viaje. El Peregrino, aunque con poca fe, decidió a última hora que el violín formara parte del equipaje. Para su goce, aquella experiencia consiguió que recobrara el talento extraviado. Bastaba pasar de una a otra ciudad para que su magia se renovara. Si la música llevaba al éxtasis a sus oyentes, las sugestiones que les atrapaban se expresaban en formas, colores, versos y personajes tan desconocidos como exquisitos. El Peregrino creyó conocer la gloria. Los aplausos que recibía, los vítores, el ensalzamiento de los grandes compositores, cuyas declaraciones rezumaban admiración y reconocimiento… Nunca había imaginado que sería tan feliz hasta que, una mañana, aparecieron sus familiares más próximos. Les seguían dos fornidos celadores que lo introdujeron a la fuerza en un vehículo blanco. El Peregrino fue llevado a una residencia de salud mental y sometido a un severo tratamiento contra alucinaciones y delirios. Se suponía que la música, empleada desde la niñez como remedio terapéutico, había fracasado, reforzando la enfermedad mental ya advertida en su infancia. Ahora, se sucedieron largos años de internamiento, agresivos medicamentos y electroshocks hasta que, finalmente, se consideró que podía recobrar la libertad. Esta noche, el Peregrino se dispone a cenar en ese callejón de los olvidados que contribuye a segregar la ciudad para que las personas pías no experimenten remordimiento. El bocadillo de esta noche alberga lo que ha mantenido comestible el contenedor de basura del supermercado. Entre los compañeros viaja, de mano en mano, un ‘tetrabrik’ de vino barato. Por fortuna, la noche no exprime del todo el frío del invierno. El Peregrino se acuesta entre cartones y mantas. Mira el cielo. Su mente descubre una extensa partitura en la disposición de las estrellas. Sus labios la leen y siente que está componiendo la sinfonía más bella jamás creada. Desde que descubrió el secreto musical del cielo estrellado ya no necesita violín. Sus compañeros de asfalto duermen tranquilos, acunados por la nueva composición. La otra ciudad también descansa, aunque sorda al celeste silbido del Peregrino.

Manuel López Estornell
Artículo publicado en Levante.emv

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