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El narcisismo de IDA

Ayuso no sólo se dedica a mirarse en el espejo, más que a mirar a su alrededor, sino que está empeñada en que nosotros veamos lo que ella ve, convencida de que es una imagen arrebatadora

La suerte ha querido que estuviera leyendo precisamente el capítulo “La narcisista” de El segundo sexo de Simone de Beauvoir cuando topo en la prensa con la entrevista a la presidenta de la Comunidad de Madrid que publicó el domingo 10 de mayo el diario El Mundo y, sobre todo, con las fotografías en las que aparece como una auténtica Mater Dolorosa, unas imágenes de un primor grotesco, dadas las circunstancias, donde la vemos de riguroso luto sobre fondo negro, clara aparición en un tenebroso mundo. La asociación es tan inmediata –no en vano tenemos una copiosa pintura barroca– que de repente caigo en la cuenta de que en los últimos días la presidenta de la Comunidad de Madrid viste indefectiblemente de negro, algo en lo que tuvo que reparar antes el fotógrafo del periódico y razón más que probable de que decidiera retratarla de ese modo, para subrayar la puesta en escena que espontáneamente ella venía proponiendo a los ciudadanos o, más bien, a los “espectadores”. No me refiero sólo a quienes la ven en la televisión, en la prensa, o en alguno de los múltiples actos en los que comparece últimamente de luto, sino más bien al espectador como instancia necesaria de cualquier escenificación, es decir, al hecho de que su indumentaria es el attrezzo de una representación que, desde hace algunos días, la señora Ayuso ofrece al mundo, a quien esté dispuesto a mirarla y hasta a contemplarla.

En medio de la desgracia en la que se sumía la comunidad autónoma que administra, parece que se vio a sí misma como si estuviera en el centro del cuadro viviente, y decidió ofrecer esa visión al mundo escenificándola. “En realidad –dice Beauvoir– el narcisismo es un proceso de alienación bien definido: el yo se erige en fin absoluto”. No hay duda de que éste es exactamente el caso de la señora Ayuso, que no sólo se dedica a mirarse en el espejo, más que a mirar a su alrededor, sino que además está empeñada en que también nosotros veamos lo que ella ve, convencida de que es una imagen arrebatadora. Sólo eso explica que, en las actuales circunstancias, le haya parecido buena idea que la fotografíen de ese modo, que no es otra cosa que la apoteosis, la representación material, visible, de lo que ella ve en sus íntimas fantasías: a sí misma, sola, sublime, sobre el austero fondo en el que destaca la nívea piel de su rostro, su decoroso escote y sus brazos.

De repente, la trivial respuesta que dio a finales de abril (ya entonces de luto, por cierto) al dudoso menú para los niños de familias vulnerables –“yo juraría que a los niños [les encanta la pizza]…, a mí por lo menos me encanta, y a los niños, yo juraría que al cien por cien de los niños les encanta”– cobra todo el sentido: si lo que se trata es de gustar a los niños (y a sus padres, de paso), de convencerlos de que se es la benefactora divinidad de los pobres, y no una mundanal representante del gobierno, la decisión era excelente. Pero lo peculiar no es que se disfrace (como tantos otros políticos: en los últimos días Casado ha aparecido con bata de médico, con chaleco fluorescente de constructor, o como atribulado héroe meditabundo sobre cuyos hombros recae el destino del mundo, “solo ante el peligro”, frente al espejo, en unos baños…), sino que en su caso la representación no sea un medio, sino el fin en sí mismo: lo único de lo que quiere convencernos Ayuso al mostrarse cual Mater Dolorosa es de que lo más importante en este momento es verla a ella y contemplarla, como la pintora Maria Bashkirtseff, que, según cuenta Beauvoir “estaba tan embriagada con su belleza que la quería fijar en un mármol imperecedero; así se habría consagrado ella misma a la inmortalidad”.

Y a continuación la escritora resume así la peculiar representación del mundo de la narcisista: “A un tiempo sacerdotisa e ídolo, flota aureolada de gloria por el corazón de la eternidad y, al otro lado de las nubes, criaturas arrodilladas la adoran: es Dios que se contempla a sí mismo […] Aunque no tenga una belleza irreprochable, verá aparecer en su rostro las riquezas singulares de su alma y esto será suficiente para su embriaguez”. De modo que la crisis sanitaria en Madrid se le ha revelado a la narcisista como la ocasión idónea para consagrarse a lo que se dedica normalmente, aunque de forma más discreta, es decir, a la confirmación de su irresistible encanto: “Mejor que en los espejos puede observar en los ojos admirativos ajenos a su doble aureolada de gloria […] Como es el centro de su universo y no conoce más universo que el suyo, es el centro absoluto del mundo”.

Es de agradecer, con todo, que la señora Ayuso nos haya revelado por fin su secreto, porque después de meses escuchándola sin saber por qué resultaban siempre tan inquietantes sus declaraciones con independencia de lo que dijera, descubro que la razón de la inquietud era precisamente que lo que dice es insignificante. Lo importante es otra cosa: su mera presencia, su condición de ídolo, de fetiche, para sí misma, como también lo fue para la célebre condesa Castiglione, precursora del selfie, cuyo principal legado fue la colección de más de setecientos retratos que le encargó durante años al fotógrafo Pierre-Louise Pierson…

Hablar es para la presidenta de la Comunidad de Madrid tan sólo una ocasión para aparecer y mostrarse en todo su esplendor, y puesto que las circunstancias en las últimas semanas le han exigido aparecer más de lo que venía haciéndolo, ha encontrado por fin la manera de convertir el mundo en el teatro donde escenificar “su aureolada gloria”. Tanto mejor si el decorado es tan oscuro, porque ella brilla más. Es de agradecer, como decía, que la señora Ayuso nos haya revelado por fin su singular genio, aunque ni siquiera sea político. Ella sabe que la crisis sanitaría pasará y el mundo la olvidará, pero esas espléndidas imágenes permanecerán para siempre, como las de la condesa Castiglione.

Elisenda Julibert
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