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Explicaciones de qué

Le pregunta una periodista a Juan Carlos I si piensa dar algún tipo de explicaciones y el emérito contesta, entre risas e ironías: “¿Explicaciones de qué?” Las preguntas son inevitables: ¿Lo suyo es puro cinismo o simple convicción? ¿Se ríe de nosotros o habla en serio? ¿No tiene nada de lo que avergonzarse? ¿No sabe que ha defraudado, blanqueado dinero negro y cobrado comisiones ilegales? ¿No es consciente de la decepción que ha causado incluso entre los más firmes defensores de la monarquía y de su persona? ¿Nos considera sus víctimas o unos desagradecidos? ¿Cómo explica ser dueño de una fortuna que The New York Times ha estimado en más de dos mil millones de dólares, imposible de justificar con sus ingresos? Porque la única forma de que le cuadren las cuentas era sacar la conclusión de que hizo magia y de cada diez euros que ganaba, ahorró diez mil.

Entre la inviolabilidad y las supuestas razones de Estado, que nunca deberían servir para justificar que nadie esté por encima de él, ni siquiera quien era su jefe, mucha gente ha echado tierra sobre el asunto, desde la política, la justicia o el periodismo; pero bajo esa tierra ha quedado sepultado gran parte del prestigio que tenía la institución que él ha desacreditado con sus actos, como mínimo, inmorales. “Yo no soy monárquico, soy juancarlista”, decían algunos. A él le pasaba igual. No le importaba la corona, sino su cabeza: iba a lo suyo. Que el palacio donde vivía se llame La Zarzuela, le viene como anillo al dedo al historial ofensivo pero también disparatado que acumuló, moneda a moneda y de escándalo en escándalo, en sus últimos años en activo: las cacerías de elefantes, los líos de faldas, los negocios oscuros, las infidelidades, los maletines llenos de dinero, las compañías peligrosas y, como guinda del pastel, su huida a Abu Dabi y su vuelta en avión privado a Sanxenxo, ni más ni menos que a regatear, un arte en el que saca sobresaliente, y a bordo de un barco que se llama Bribón. La obra está hecha, aunque para banda sonora dudaría entre el cuplé y el narcocorrido.

Nada, ni siquiera sus méritos anteriores, tan publicitados, ni su imagen legendaria durante la Transición, la época en que se le tenía en un altar y parecía destinado a ir por el país caminando entre sus propias estatuas, pueden ocultar el hecho de que ha cometido irregularidades notorias, no ha cumplido con la ejemplaridad a la que estaba obligado por su cargo y por la confianza que había depositada en él y ha tirado muchas piedras sobre su propio tejado y sobre el de su hijo y sucesor, Felipe VI, que ha tratado de poner distancia entre ambos, ha renunciado a su herencia y tiene entre sus empeños más claros el de diferenciarse de su padre, trazar entre ellos una línea de separación que marque un antes y un después. ¿Explicaciones de qué? La respuesta cae por su propio peso, pero ¿él la sabe? Resulta difícil responder a eso, pero, desde luego, su comportamiento de estos días parece estar mucho más cerca de la arrogancia que del arrepentimiento. La broma que circula por España y juega con su célebre petición de disculpas tras el episodio de Botswana, va en esa dirección: “No lo siento ni mucho ni poco, me da igual si me he equivocado y volverá a ocurrir”. Se puede decir también en serio, al ver su actitud durante el viaje que, después de dos años, le ha traído por primera vez de regreso a España, que parece más desafiante que otra cosa.

La reunión familiar, como se la ha calificado, con su familia, en Madrid, sólo la deseaba él. Ni Felipe VI, que la ha tratado de esquivar por todos los medios y no la autorizó en otras tres ocasiones en las que trataron de imponérsela, ni la reina Sofía, a la que su marido ha engañado durante treinta años y delante de la nación entera, debían de tener la más mínima gana de reencontrarse con él y participar en su comedia. Ella, de hecho, se ha venido desde Estados Unidos y a regañadientes, volviendo a demostrar, en cualquier caso, que le saca mucha ventaja en cuanto a su sentido de la institución que representa y de la que han vivido todos.

Ser monárquico es una opción tan respetable y legal como cualquier otra, lo mismo que ser independentista o ser republicano. Aun así, llama la atención que haya gente que lo justifica y jalea, y lo escribo así a propósito, con tantas ges y jotas que chirríen juntas, para simbolizar el ruido, porque, ¿qué es exactamente lo que defienden? ¿Su impunidad? ¿Dudan de que haya cometido actos ilegales, inmorales y las dos cosas? Porque el otro argumento, el de que lo hizo tan bien al comienzo de su mandato que lo uno por lo otro, sería como sostener que si los científicos que han creado la vacuna contra el coronavirus atracan una farmacia, están en su derecho y no deben ser arrestados. Será por eso que la visita de Juan Carlos I a La Zarzuela era tan poco deseada y cabe suponer que habrá sido tensa. A Felipe VI y a la reina Leticia se les habrá hecho muy larga. Y a la reina emérita, ni les digo. Igual a ellos tampoco cree que tenga por qué darles ninguna explicación.

Benjamín Prado
Publicado en Infolibre

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