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Negacionistas

Al huir de las evidencias y de las verdades, aquellos que creen en las pseudociencias y en la astrología huyen de la realidad. Pero ¿cómo impedir este relativismo absoluto? Solo el pensamiento crítico nos hace capaces de discernir la realidad.

Desde el Panóptico se ve con claridad que las creencias son uno de los motores de la historia. Constituyen nuestro modo de entender la realidad, y a partir de ellas actuamos. El hombre es por naturaleza crédulo. Acepta y construye creencias. Como describió muy bien Ortega, «creencias son aquellas cosas con que absolutamente contamos, aunque no pensemos en ellas». Unas son propias de una cultura y se adquieren durante la infancia por inmersión, y otras son personales. El historiador David Wootton recuerda los conocimientos de un inglés cultivado en vísperas de la revolución de 1600: «Cree que las brujas pueden convocar a las tormentas para que hundan los barcos en el mar. Cree que los ratones surgen por generación espontánea de los montones de paja. Cree que la forma, el color y la textura de una planta son claves para conocer su efectividad porque Dios diseñó la naturaleza para que fuese interpretada por los humanos. Cree que es posible convertir el metal común en oro». Un siglo y medio después, un descendiente culto de ese inglés no creería ninguna de esas cosas.

Puesto que las creencias influyen de manera decisiva en nuestro comportamiento, una de las herramientas del poder ha sido siempre intentar determinar las creencias de la población, porque es un modo de fomentar la obediencia. El caso más escandaloso es cuando en la Paz de Augsburgo (1555), el emperador y los príncipes alemanes aceptaron el principio Cuis regio, eius religio. El soberano podía elegir las creencias religiosas de sus súbditos e imponerlas. Adoctrinar significa inducir creencias. Una ideología es un sistema de creencias.

Sobre esa base cultural común, cada persona construye sus propias creencias, manías, supersticiones, opiniones sobre personas y asuntos que tienen la característica común de parecer evidentes y, en ocasiones, fundamentales para su identidad. Por eso las defiende como si estuviera defendiendo su propia alma. El contenido de esas creencias depende en parte de la experiencia, pero también de sesgos caracterológicos. Esto ocurre, por ejemplo, con las creencias políticas. Primero se eligen y luego se intentan justificar racionalmente.

Nada garantiza la verdad de las creencias: pueden ser falsas, discriminatorias, asesinas. La credulidad es explotada por muchos interesados. Por ello, la inteligencia ha ido desarrollando el pensamiento crítico. Desde el Panóptico puede verse la lenta y bella historia de la verificacióndel pensamiento crítico. La imagen filosófica de la modernidad es Descartes, encerrado en una habitación con una estufa, dedicado a evaluar todas las creencias que había recibido. Llamamos «Ilustración» a la culminación de todos esos esfuerzos. Algunas de las creencias, por supuesto, pueden ser verdaderas y en ese caso el pensamiento crítico lo que hace es exponer su fundamento. Lo aceptado por fe es sustituido por algo justificado por la razón. Sin embargo, en muchas personas, este proceso de «verificación» es interrumpido, la creencia se encastilla en sí misma, se blinda, sin atender a las evidencias, aceptando solo aquellas informaciones que la corroboran. Se tiende a relacionarse solo con personas de las mismas creencias, cuya seguridad se retroalimenta. Internet ha favorecido la constitución de esas sectas. Se elimina pues toda instancia crítica. Las creencias se convierten en prejuicios, fanatismos o dogmatismos. El negacionismo ha de incluirse entre estas creencias que no escuchan los argumentos que pueden desestabilizarlas.

Negativismo es la negación de un hecho a pesar de las evidencias que demuestran su realidad. A lo largo de toda la historia se han negado muchas cosas –la igualdad de la mujer, los derechos de los niños, los derechos de los esclavos– pero el término «negativismo» se ha reservado para la negación de un hecho o de una proposición científicamente demostrados, es decir, suponen que la ciencia ya esté consolidada como proceso de corroboración de la verdad. En este sentido podríamos decir que los primeros negacionistas strictu sensu fueron los que negaron, después de Galileo, que la Tierra girara alrededor del Sol. En la ristra de negacionistas podemos incluir a los que rechazaron que los gérmenes produjeran las enfermedades, a los que por motivos religiosos niegan la teoría de la evolución, a los que rechazaron que el VIH produjera el sida o a los que negaron que los judíos pertenecieran a la misma especie que los arios. Estos días se habla mucho del negacionismo de la covid-19. Niegan la existencia o la gravedad de la enfermedad, afirman que ha sido provocada por razones geopolíticas o económicas, se oponen a la eficacia de las mascarillas y al confinamiento, piensan en transmisiones voluntariamente dirigidas a través de la vacuna de la gripe, y creen que la posible vacuna se aprovechará para introducir chips en los organismos humanos que permitan que puedan ser controlados dentro de una conspiración para establecer un Nuevo Orden Mundial.

Desde el Panóptico se percibe que uno de los rasgos comunes a todos los movimientos negacionistas es el desdén por la ciencia, y que ese desdén está generado por una compleja red de enlaces –lo que he llamado «sistema oculto»– que resulta sorprendente y que hace extraños compañeros de cama.  Un caso especialmente claro es el terraplanismo, que afirma que la teoría de la redondez de la Tierra es una conspiración, incluso una conspiración demoníaca. Una reciente encuesta indica que 9 de cada 10 jóvenes estadounidenses afirma que creían firmemente que la Tierra era redonda, pero que comienzan a dudarlo. Aumenta, pues, la vulnerabilidad a todo tipo de supercherías, y padecemos un debilitamiento del pensamiento crítico que en el caso de las universidades americanas acaba de ser denunciado por Jonathan Haidt en La transformación de la mente moderna. Lo favorece la dificultad de leer textos largos, porque los argumentos no se pueden exponer en un tuit.

¿Qué mueve a los que sostienen posturas negacionistas? Desplegar la red de enlaces de los negacionistas de la ciencia nos permite poner a prueba la metodología del Panóptico, una de cuyas mejores bazas es que desde su altura se perciben relaciones difíciles de detectar desde la «llanura» de los hechos.

Una fuente de los negacionistas es el interés. Eso está claro en el caso del cambio climático. Quienes ven amenazadas sus inversiones lo niegan y, puesto que la ciencia confirma su existencia, la salida es negar credibilidad a la ciencia. Esa ha sido la postura del expresidente Trump, que se ha puesto también de manifiesto en su actitud contra la covid-19. Otra fuente de negación de la ciencia puede venir de la religión. Así sucede con el rechazo a la Teoría de la Evolución, basada en una lectura literal de la Biblia. Pero también puede proceder de corrientes indigenistas o identitarias que piensan que la ciencia es el modo como la cultura eurocéntrica y colonialista ha sometido al resto de las culturas. Durante la epidemia del sida, uno de los negacionistas fue Thebo Mbeki, presidente de Sudáfrica de 1999 a 2008. Su ministra de salud durante todo su mandato, Manto Tshabalaba-Msimang, era defensora de remedios naturales y caseros, como «ajo, remolacha y limón». Se supone que 300.000 personas pudieron morir por estas ideas. Hay más enlaces. El pensamiento posmoderno –por ejemplo, Foucault– favoreció el descrédito de la ciencia al afirmar que la verdad es una creación del poder. El poderoso establece lo que es verdad. Esto fue esgrimido por los negacionistas del holocausto, que se unen a esta red, en esta ocasión, en contra de la historia.

La «sociología de la ciencia» se conecta también al considerar que todas las explicaciones son igualmente válidas cada una dentro de su marco social de creencias. Kenneth J. Gergen, un sociólogo por lo demás muy interesante, sostiene esta postura. Cuando le preguntaron «si todas las medicinas son igualmente válidas, ¿por qué llevaría usted a su hijo a un hospital en vez de llevarle a que un brujo hiciera sus ceremonias?», la respuesta no fue: «porque la medicina occidental se funda en conocimientos verificados», sino «porque pertenezco a la civilización occidental». Las medicinas alternativas, en muchos casos, forman parte de la red que estoy describiendo. Y muchos esoterismos.

Aún queda otra derivada de la relación de la verdad y la ciencia con el poder: la que la relaciona con la tecnología, con la industria, con el capitalismo. Muchos antisistema son proclives a desconfiar de la ciencia. Así funcionan los que atribuyen a las empresas farmacéuticas la creación del problema para poder después vender la solución. Y también pueden funcionar así los movimientos identitarios, que consideran decisivo para valorar la ciencia considerar si la han hecho varones o mujeres, blancos o negros. Además, otros muchos consideran que el sistema científico-tecnológico está llevando a la destrucción ecológica, por lo que en defensa de la naturaleza acaban desconfiando de la ciencia, a la que consideran colaboracionista del capital. La relación verdad-ciencia-poder todavía atrae a más gente a esta red. Son los que piensan que el poder no actúa visiblemente sino en la oscuridad. Creen en las teorías conspirativas, también presentes en esta ceremonia de la confusión. Están seguros de que las experiencias engañan, que el interés es el único motor de la gente, y que sexo, dinero y poder lo explican todo. También colaboran a la potencia de la red muchos defensores de la inteligencia emocional, que confían más en la intuición que en el razonamiento. La filosofía del siglo –Nietzsche, Unamuno, Heidegger– ha defendido un irracionalismo más o menos visceral. Esta compleja red explica por qué una misma creencia –en este caso de negacionistas de la ciencia– puede ser mantenida por ultraderechistas y por antisistema.

El único modo de desactivar esta y otras redes es el fortalecimiento del pensamiento crítico, cuya función principal es la verificación. Parte de esas creencias pueden ser verdaderas, pero lo difícil es separar el grano de la paja. Eso es lo que significa «criticar»: discernir, cerner, pasar por una criba. Sin ello, no podemos distinguir las noticias de los bulos, las news de las fake news, los astrónomos de los astrólogos, los brujos de los científicos, los timadores de las personas honradas. En la noche de la credulidad todos los gatos son pardos.

Hay personalidades propensas a los prejuicios, fanatismos y dogmatismos. Funcionan componentes emocionales –antipatía, miedo, inseguridad, afán de dominio, tendencia a sentirse amenazado– y componentes cognitivos –la rigidez mental, la dificultad para aceptar la complejidad o la ambigüedad, el poder de las creencias previas, la priorización de criterios religiosos sobre los científicos, la pereza intelectual, el miedo al cambio–. La pertenencia a un grupo puede sesgar la percepción de los otros grupos, porque afirma la dicotomía nosotros-ellos, que fomenta la devaluación del contrario, la reafirmación en las creencias de la secta, en un movimiento de autodefensa. En ese caso, todo pensamiento crítico acaba pareciendo una traición o una muestra de debilidad. Eso lleva a lo que he llamado «negacionismo partidista», fracaso de la inteligencia que da lugar a negacionistas incapaces de reconocer cualquier cosa buena que hace la oposición.

Antídoto de urgencia: cuando alguien le cuente sus creencias, pregúntele «¿Y usted cómo lo sabe?». Y espere.

José Antonio Marina
Publicado en Ethic

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