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Placeres secretos

Es una desafortunada realidad que los mercados de toda la vida están «ahogándose» en las aguas de las grandes superficies comerciales. De hecho, no nos resultaría difícil de comprobar dicha afirmación. Es más, si nos cubrieran la cabeza con un paño tupido, nos subieran a un avión y, al aterrizar, nos llevaran a un centro comercial, estoy segura de que no sabríamos si estaríamos en Capetown, Bogotá o el complejo valenciano de Alfafar-Benetúser.

Siempre me ha interesado el placer que se deriva de todo aquello que despierta los sentidos en el ámbito de las culturas orientales. Un ejemplo oportuno podrían ser sus bazares. A menudo he pensado que, si fuera cierta la reencarnación, quizás en otra vida fui una gata que veía transcurrir los mediodías de bochorno tendida sobre una pila de manuscritos en la guarida de un librero de viejo. Como aquella que me miró fijamente en el souq de Marraquech hace unos años, imperturbable ante mis «estocadas» occidentales.

Sin embargo, es de tal calibre la metamorfosis planetaria a la que he aludido al comenzar mi artículo que mucho me temo que ya haya llegado también a los mercados moros, los cuales, a diferencia de los globalizados, se distinguen por el regateo, arte del cual ha desaparecido toda sutileza e ingeniosidad.  En la actualidad, se trata de una transacción que malogra el turista bastante «accidental», sin tan siquiera ser consciente de ello. Quizás aquella gata que tal vez fui —quién sabe en qué imperio y durante cuánto tiempo— murió al final de su séptima vida ahíta de oír el estribillo de sandalias foráneas callejón arriba callejón bajo por todo el Mediterráneo.

Con todo, sigo acercándome a los souqs esperanzada, pensando que habrán vuelto a su idiosincrasia y acojo con complacencia los cambalaches que ofrecen sus vendedores —siempre hombres, jamás mujeres— «cosiéndolos» a nuestros oídos con palabras y sonrisas. Me dejo llevar por colores y texturas, aromas y sabores, y ¿por qué no? plegarias que brotan de escenarios rigurosamente ocultos. Un abanico de posibilidades sensoriales que, en la mayoría de los souqs, aparecen distribuidas por calles, donde cada sentido se erige en exclusivo representante, anulando a todos los demás.

Si se da el caso de no tener la nariz arruinada por completo a causa de contaminaciones medioambientales —coyuntura harto complicada ahora mismo— ni se deja uno llevar por demonizaciones puritanas, podrá entregarse a una catarata «multiaromática» que va del anís a la canela y del cardamomo al azafrán en las calles del bazar destinadas al olfato.

Respecto a la vista, es posible que sean unos pendientes de plata bañados en oro que las chicas casaderas llevan de dote a casa de la suegra, las que terminarán por hacernos perder la contención ante tanto oropel.

Más difícil lo tienen quienes caigan en la provocación del sentido del gusto, porque ¿quién puede negarse a unos pistachos empapados en miel de la repostería turca tras haberlos probado una única vez?

¿Y qué puede haber más sensual que dejarse acariciar la piel por un pañuelo de seda color violeta bizantino o un aceite de argán? ¿O escuchar al artesano batiendo el cobre en pasadizos empedrados de sueños?

Para quienes han perdido el usufructo de los sentidos —desdichada constatación en un creciente número de personas desde que el capitalismo es más neoliberal que nunca— todos los bazares pueden parecer hermanos gemelos, aunque con un cierto carácter tronado a causa del usuario actual, que suele ser un forastero con camiseta de tirantes, Canon colgada del cuello en el pasado y móvil fotográfico, pantalón corto y alpargatas, comprador exclusivo de esa pila de Babeles que han sido siempre los bazares. Ahora mismo, muchos de los cachivaches que allí se ofrecen podrían ser encontrados en cualquier mercado callejero de nuestras ciudades, fabricados con toda probabilidad en un tenebroso cuchitril. ¿Cómo, si no, puede coincidir la misma bufanda en Florencia y Safi?

Sin embargo, alguien podría alegar —y no estaría exento de atinado discernimiento— que hay «compases» que nunca cambian. Como el de aquellos vendedores imperturbables que se sentaban en el pasado a la puerta de sus «riquezas» sin tan siquiera levantar los ojos al paso del visitante y que hoy se han convertido en «acosadores» sin descanso del extranjero de alpargata.

Ahora bien, insisto: ¿qué cadena de grandes almacenes podría calmarnos el espíritu con un aceite de argán tan generoso de sol como el de Essaouira o perfumarnos la memoria con aromas como los del bazar de Damasco y aclararnos la garganta con las golosinas del de Alepo? ¿Y qué otra fantasía podría cautivar tanto como la de aquel tuareg que me invitó a disfrutar de sus tesoros en el bazar de Rabat? Afortunada dramatización de una carpa de nómadas en el desierto del Sáhara.

En conclusión, cualquier gata de librero de viejo cansada de yacer sobre una torre de manuales iluminados con pan de oro, se convertiría en un ser excepcional si decidiese pasear su cola por todos las callejuelas de un mercado infinito. Excepto si se tratase, ahora mismo, de aquellos bazares que duermen su muerte bajo escombros de guerra, como uno de los más hermosos del planeta: el de Damasco en Siria.

Pepa Úbeda
Artículo publicado en Revista Sur

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