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Tarifa

Entre seis meses y dos años. Es el tiempo que un amigo, que en el pasado se sacó un máster en rupturas, me dijo que se tardaba en superar una. ¿Seis meses?, me quejé cuando me dio el diagnóstico, después de quedarme con el plazo que más me convenía. Entre seis meses y dos años, me repitió tocándome el hombro con la prudencia responsable de un traumatólogo que no quiere que su paciente se haga falsas esperanzas con la recuperación. Como todo aquello me sonaba a eterno, como el infinito, como el tamaño del Universo o como un verano en Sevilla, decidí que el tiempo pasaría más rápido aplicando el tradicional método de quitarse de en medio sin pensar demasiado. Vámonos, le dije a un par de amigos. ¿A dónde? A dar vueltas con el coche. Desde el cabo de San Vicente hasta el cabo de Gata. Tomemos el sur, me flipé sabiendo que los buenos amigos siempre se flipan con las flipadas de uno. Ya en el coche y siguiendo los consejos médicos del traumatólogo, pedí evitar canciones de amor y desamor durante el viaje. ¿Las hay que no lo sean?, se quejaron los dos. Las había. Después de doscientos kilómetros de música instrumental y con el conductor empezando a plantearse si lanzarse o no contra el primer camión que viniera de frente, el disco por fin acabó y en la radio empezó a sonar la batería inconfundible –pam pam pam pám pam pam pám– de Eric de Los Planetas. Es Segundo Premio, ¿podemos dejarla un poco?, me preguntaron como se le pregunta a un cojo si puede subir un escalón. Lo subí. Entero. Una Semana en el motor de un autobús. 20 años del disco de aquellos primeros dolores de corazón. Medido en discos de Los Planetas, el tiempo eterno no es para tanto. Y haciendo buenas paradas, la distancia tampoco.

Los puntos fronterizos como Tarifa tienen una fuerza especial. Será el viento. O la historia de desconfianzas y conflictos que te sugieren las murallas y los refugios de piedra junto a la playa con una especie de huequecito en el que uno se imagina a un señor de la época asomando la cabeza con su arma de la época a mano, por si llegase el enemigo de la época. Tarifa tiene fuerza porque el océano se junta con el mar y Europa con África. Enfrente, al alcance de los dedos, el Monte Musa, africano. Al lado, en la orilla, la Europa de los cientos de surferos con las caras pintadas de azul para reconocerse entre ellos sin necesidad de hacer esa idiotez del pulgar y el meñique. Los hay a patadas. Me temo que son mayoría. Al llegar al apartamento y después de enseñarnos cómo se enciende el termo, la dueña nos da una llave por si necesitamos meter las tablas en una habitación especial que hay en el edificio, habilitada como aparcamiento de tablas. No le tiré la llave a la cara porque de pequeño fui a un colegio concertado y tengo más educación que ella. Además de fuerza, Tarifa son olas y gente volando en una especie de paracaídas cuyo nombre me niego a aprenderme hasta que la vida me obligue a trabajar en la sección “gente flipada” del Decathlon.

Tarifa, además de fuerte, fronteriza, preciosa y flipada, es el punto más meridional del continente, lo cual es, de por sí, una atracción turística en la era selfie. El paseo entre el Mediterráneo y el Atlántico que separa la población de la Isla de las Palomas (punto más al sur de Tarifa y por tanto Europa) es al selfie tarifeño lo que las pisadas al paseo de la fama. Una chica con cara de enfado está a punto de estallar de desesperación. No deja de pasar gente estropeándole la foto que todos buscamos: la de la soledad en un sitio que, por bonito, es concurrido. En uno de esos eclipses humanos que regalan dos maravillosos segundos sin tránsito, la chica aprovecha. Con una profesionalidad digna de 40 años sobre un escenario y cinco Oscars en la repisa del cuarto de baño, cambia su cara y actitud de cabreo vital y logra clavar la dulce foto que quería sacarse ante aquel cruce de aguas. Su sonrisa revisando el móvil después de la ráfaga lo confirma: la tiene. La chica se hace la foto frente a un edificio que no conozco y tampoco me llama la atención. El lugar está dentro de la isla, a la que no se puede acceder –un rato antes lo habíamos intentado para ir hasta el final y convertirnos en los tres amigos más al sur de Europa por unos instantes– porque una verja con un cartel de la policía lo impide. El edificio es el mismo que ven en mi foto, tras el niño blanco nuclear que corre a por la pelota. Se trata, me enteré al día siguiente bañándome ante el mismísimo edificio en el lado mediterráneo, del CIE de Tarifa. Una de las cárceles de inmigrantes más polémicas del país por las malas condiciones de los cientos de encerrados que allí malviven a escasos metros de los paracaídas que vuelan, de los selfies y los amigos con aspiraciones a Premio Guinness momentáneo. Ellos sí son los que están más al sur de Europa.

Gerardo Tecé
Artículo publicado en Ctxt

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