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Urbanismo reparador para un futuro mejor

Para bien o para mal, la práctica del urbanismo tiene una incidencia determinante en la calidad de vida de la gente y en la economía de un país. Si bien en un principio estableció un marco de actuación razonable para el reparto de cargas y beneficios en la ordenación de la ciudad, más tarde mostró efectos altamente nocivos.

Ha sido el crecimiento la espina dorsal de la normativa y de los planes que se han venido llevando a cabo en las últimas décadas. Se sobreentendía que cualquier territorio, no importara su valor, era susceptible de ser transformado en suelo urbano sin relación con el patrón demográfico.

Una normativa, por cierto, plagada de un lenguaje críptico que ha supuesto un obstáculo para la participación de la ciudadanía en la construcción de la ciudad.

Decretemos por tanto el fin del urbanismo para el crecimiento, cuestionemos este mito tan corrosivo y empecemos a hablar de urbanismo reparador de los males que nos ha causado.

Ese urbanismo puede ejercer efectos beneficiosos sobre los sectores que configuran el estado del bienestar: sanidad, educación, relaciones laborales y prestaciones sociales de todo tipo.

Porque otro urbanismo puede mejorar la salud pública ahorrando recursos sanitarios: luchando contra la contaminación de todo tipo, fomentando nuevos hábitos para los desplazamientos, reverdeciendo nuestras calles y plazas.

Mejorando y dignificando nuestros barrios, ese urbanismo reparador prolongaría el papel de la educación al ampliar nuestra condición de ciudadanía, porque refuerza la cohesión social, lo que favorece al mismo tiempo la lucha contra el aislamiento y contra la exclusión. Y todo ello, liberando recursos económicos.

Para ello, insisto, el buen urbanismo ha de abandonar para siempre la idea del crecimiento por el crecimiento, volviendo la mirada hacia la ciudad existente: para hacer efectivo el derecho constitucional a una vivienda digna, inseparable de un entorno saludable, con políticas públicas alejadas de los trapicheos de la especulación privada.

No resulta tan complicado señalar cuáles deberían ser los ejes de la transformación de nuestras ciudades y pueblos. Tan solo hay que integrar los valores que han surgido en los últimos tiempos en torno a cuestiones básicas: la urgencia de afrontar el cambio climático, la necesidad de aportar ideas para que la gente viva en las ciudades rompiendo la brecha de la desigualdad económica y de la desigualdad espacial.

Incorporando argumentos vinculantes como la alimentación de proximidad, la reducción del consumo energético, la racionalidad en el uso de los recursos básicos como el agua, y sobre todo planteando una lucha abierta contra todas las fuentes de contaminación del aire en nuestras ciudades, especialmente la que procede de los tubos de escape de los vehículos a motor.

Los coches no votan

El gran olvidado de la planificación urbanística ha sido el espacio público. Así que una de las operaciones urbanísticas y sociales más urgentes y rentables, con beneficios constatables a muy corto plazo consiste en reconvertir calles y plazas en lugares saludables, amables y seguros.

Pero esto no será posible si no se liquida un modelo de movilidad absurdo y dañino, basado en que, como dice Galeano, «los automóviles no votan, pero los políticos tienen pánico de provocarles el menor disgusto». Calculemos cuánto nos cuesta mantener este ruinoso modelo y comprobaremos por qué urge el cambio.

La campaña electoral que iniciamos tiene carácter de general pero no olvidemos que las ciudades tienen un protagonismo esencial en la vida de nuestro país. El próximo gobierno del Estado ha de contemplar la posibilidad de dedicar una parte importante de los recursos públicos a fomentar la reconversión de nuestros hábitats urbanos.

De los años noventa conviene recoger, al menos, las intenciones de una primera dirección general de actuaciones concertadas en las ciudades, y plantear abiertamente ahora la necesidad de un ministerio para colaborar con las políticas urbanas.

Porque hasta hoy, esas políticas han estado condicionadas en buena parte por la potencia de recursos e independencia de los departamentos de obras públicas que, en base a un supuesto interés general, han gozado de carta blanca para invadir competencias de los ayuntamientos y de las comunidades autónomas.

Las sucesivas mutaciones de ese departamento desde los años setenta no han modificado sustancialmente su función, como hemos visto en las últimas legislaturas, con el Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, donde esta última ha tenido un papel irrelevante. El territorio es un recurso básico que no podemos maltratar, nos proporciona todos los recursos necesarios para la vida y el progreso y además tiene que ver con nuestras señas de identidad más próximas.

Hay que replantear a fondo y exigir una moratoria para las grandes infraestructuras, especialmente del transporte, que han sido cuestionadas en nuestro país por su escandalosa sobreproducción, un caso único en Europa.

Solo así podremos recuperar recursos financieros para rehabilitar nuestros entornos urbanos y periurbanos, centrados fundamentalmente en una política pública de vivienda valiente y decidida para hacer frente al principio constitucional del derecho al hábitat para todas las personas de este país.

La vida urbana no tiene que estar contrapuesta a la protección del territorio, Son las dos caras de la misma moneda, la vida en nuestro planeta; sin respetar el territorio, las ciudades no tienen futuro.

Un nuevo urbanismo reparador es la mejor herramienta para favorecer la vida humana sin exclusiones, para favorecer la sociabilidad, para la comunicación, para el bienestar, y para la creación de hábitats saludables.

Joan Olmos
Publicado en Levante.emv

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